La desaparición del valet


La desaparición del valet
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 25 de julio de 2011

Cada vez con más frecuencia
los ajetreos de la vida se parecen 
a la administración de una empresa.

Si yo tuviera plata
contrataría a un gerente
para que atienda los trámites,
negociaciones, entuertos y crisis
que me salen al paso a cada rato.

Da la impresión de que el tiempo
-en su dimensión normal, consensual-
simplemente no da abasto
para enfrentar los sobresaltos
de la condición humana.

Tendría además 
que contratar a una secretaria
que me recuerde fechas de cumpleaños
y que mienta por mí
ante ciertos llamados telefónicos:
don Roberto acaba de entrar a una reunión,
va a tener para largo, ¿de dónde llama?

Debo agregar que 
esta última pregunta, "¿de dónde llama?", 
es lo más irritante que nos pueden decir 
cuando andamos buscando vía telefónica
a algún pelandrún que nos debe plata
o una respuesta o una explicación.

Si uno contesta "llamo de mi casa"
se produce al otro lado de la línea
un breve silencio desagradable:
entendemos que la secretaria
está reubicándonos 
en la escala de importancia 
y reasignándonos un lugar postrero 
en una lista de prioridades.

Siempre he admirado a las mujeres 
que salen por la mañana en auto 
sólo para solucionar
una cadena de incomodidades.

En la mitad del día 
pueden mandar a hacer una torta,
retirar una maleta perdida en Pudahuel,
llevar a la abuela al médico,
sacar la firma de un cheque,
pagar un parte,
comprar ropa en un outlet,
investigar un nuevo boliche de suntuarios,
ir a buscar a los niños al colegio
y de paso volver por la abuela
y depositarla en la casa de una amiga
donde está invitada a tomar el té.

Estas mujeres son como hadas
con anteojos negros, 
blue jeans y pelo al viento, 
a veces discretamente teñido.

Entre los personajes desaparecidos
del recambio social
destaca para mí el antiguo valet.

Antes era frecuente que los viejos,
cuando les llegaba la edad del cansancio,
se agenciaran un ayudante para todo efecto,
el famoso valet, a quien se veía 
por las calles del centro
dos o tres pasos detrás de su patrón,
siempre dispuesto en su rol servicial.

El valet llevaba los papeles de un lado para el otro,
ordenaba la ropa o hacía la fila en el banco;
era recadero y comunicador de pésames.

Generalmente se trataba de un tipo educado,
con una dignidad un tanto desgastada.

Tenía un pasado, empleos 
en Ferrocarriles por allá en Antofagasta, 
una tía muy querida en Constitución,
un matrimonio tempranamente truncado,
un hijo estudiando para contador.

Me atrevería a afirmar
que la relación valet-patrón
es heredera de aquella
que sostenía el pícaro con el hidalgo
en la novela española del siglo XVI.

Para el hambriento rapaz 
consumidor de caminos perdidos 
la posibilidad de enrolarse 
como sirviente de confianza
era un destino halagüeño.

A veces, ambos personajes
compartían miserias,
ya que muchas veces 
el hidalgo no contaba más
que con su ambiguo título
y la capa con la que ocultaba
una situación económica lastimera.

No hay imagen más triste
que la del hidalgo y el mozo
compartiendo unos garbanzos
y unas sardinas escuálidas
en la eternidad de una tarde de invierno
junto a una ventana de vidrios rotos.

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