Historia de amor, desencuentro, despiste y desprecio‏

Columna Hombre soltero busca
Álbum de fotos
por Gustavo Santander
Diario El Mercurio, Martes 05 de Julio de 2011http://blogs.elmercurio.com/ya/2011/07/05/album-de-fotos.asp
 
Sandra ha pedido un plato de ravioles con salsa roja.
Es una tarde de domingo y los comensales no paran de hablar.
Siempre le ha gustado la pasta y era predecible que pediría algo así.
Ella no me habla, es más, ni siquiera me mira.
Intenta simular que yo no estoy aquí, que no la estoy mirando a los ojos.
Yo tampoco le hablo, sólo la miro de rato en rato,
y pienso en los días en que comenzamos a salir,
cuando el futuro juntos nos parecía inevitable y grandioso.
 
Tardes de verano en las que comprábamos helados
mientras caminábamos por el parque de las esculturas,
rumbo a cualquier parte que nos ofreciera
un poco de sombra para seguir juntos,
para seguir pensando lo increíble que fue encontrarnos.
 
Por esos días nos preguntábamos muchas cosas,
intentando reconocer quien estaba al otro lado de la mesa,
y fue increíble reconocernos a nosotros mismos en el otro,
cuando descubríamos que compartíamos tantas cosas:
los mismos gustos musicales, el mismo tipo de libros,
uno que otro recuerdo cinematográfico.
 
Así, sin siquiera pensarlo,
como en una versión distorsionada de Hansel y Gretel,
ella fue dejando rastros de su vida en mi vida:
cepillos de dientes en el baño,
su ropa interior en medio de la mía,
discos suyos que parecían míos.
 
Hasta que una tarde le dije
que por qué no se venía a vivir conmigo
y ella se negó risueña,
alegando que no quería perder
la independencia que le daba
tener su propio espacio
y que, además, vivíamos casi juntos.
 
Sandra levanta la mano y llama al mozo
para pedirle una botella de agua.
 
Mientras lo hace,
por un instante casi imperceptible,
sus ojos y los míos se cruzan,
pero se van a otro lugar,
como si no me reconocieran,
como cuando uno ve
una antigua foto familiar
donde hay parientes tan lejanos
que son imposibles de recordar.
 
En eso se me viene a la mente
el día en que me regaló un álbum de fotos.
 
"Hay cosas que es mejor guardarlas", decía la dedicatoria.
 
Pocos días antes yo había encontrado
una foto donde aparecía en las piernas de mi madre,
yo era chico y ella sonreía desde el asiento del conductor
de un auto antiguo y azul.
 
Es probable que la foto la haya tomado mi padre,
aunque no tengo certeza de ello.
 
Esa noche, mientras veíamos
el cielo negro desde la cama,
me preguntó por qué no tenía fotos
de mi familia y no supe contestarle.
 
Un par de días después encontré el álbum sobre la mesa,
envuelto en papel de regalo y esa foto fue la primera que coloqué.
 
Y así pasó un tiempo.
 
Reconozco que las cosas las eché a perder yo,
aunque nuestra relación ya llevaba unos meses de haberse enfriado.
 
Sandra había comenzado con un nuevo trabajo
que le encantaba pero la absorbía demasiado,
y ahora sí pasaba mucho más tiempo en su departamento.
 
Por mi parte, me habían llamado para trabajar
en un guión que tenía ciertos problemas
y tuve que pasar varios meses revisando los textos,
junto a un grupo de personas.
 
Entre ellos había alguien
que captó mi atención
desde un primer momento.
 
Era una mujer cuatro años mayor que yo,
bastante segura de sí misma
y de una sexualidad arrolladora.
 
Supongo que en ese tiempo
nos habíamos alejado
más de la cuenta con Sandra,
cada quien preocupado de sus propias cosas,
o eso es lo que he querido creer.
 
A veces la memoria maquilla nuestros recuerdos,
por eso no viene mal dudar un poco
de aquellos que son condescendientes con uno mismo.
 
Una noche engañé a Sandra
y me involucré en un affaire
apuntalado sólo por el deseo.
 
No habían gustos compartidos,
ni tardes de reconocimiento.
 
La relación no duró mucho,
pero sí lo suficiente
para terminar de desgastar
lo que quedaba con Sandra.
 
Yo nunca se lo conté, ni cuando rompimos,
pero supe que ella se enteró por otros lados.
 
Sandra se levanta de la mesa y ahora sí,
por una fracción muy breve de tiempo,
me mira de golpe con desprecio.
 
Es un instante que se hace largo
y que sólo percibimos ambos.
 
El hombre que la acompaña se pone de pie
y le pasa una chaqueta morada que guardaba en una silla.
 
La deja pasar con cortesía y al hacerlo también me mira,
aunque es obvio que no sabe quién soy, que ella no le ha hablado de mí,
pues sus ojos descansan en mi cara como en una silla.
 
Supongo que ahora sabe que hay recuerdos que no vale la pena almacenar.

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