Impulsado por las corrientes del mito

Hambres atrasadas
por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias,
Lunes 13 de Junio de 2011
 
Frecuentemente, cuando paso
por Providencia con Suecia,
me paro un par de minutos
frente al ventanal del Dominó
a observar cómo la gente
come sus hot-dogs.
 
Algunos lo hacen
con jovialidad
dando grandes mordiscos;
otros con tristeza
y una mirada ausente
de falta de sueño.
 
Entre la clientela se pueden observar
secretarias de uniforme, niños de colegio,
extranjeros desorientados, viejas chicas,
jóvenes con poleras identitarias
y tipos solitarios que podrían ser
violoncelistas sin trabajo por ahora
o sociólogos expertos en encuestas.
 
Es "la garuma", como Germán Marín
le dice a la gente que llena las calles, los cafés,
los restaurantes, los estadios, el metro;
es decir, la marea humana que todos conformamos.
 
No se trata, en este caso,
de importunar a los comensales
con los ojos escrutadores del investigador.
 
No, yo me paro frente al Dominó
por un motivo personal:
porque desde hace treinta años
que vengo escuchando
la alabanza irrestricta
de los hot-dogs del lugar
y jamás me he zampado uno de ellos.
 
Antes me pasaba lo mismo
con la sucursal de la calle Agustinas.
 
Llegaba hasta la puerta con entusiasmo,
impulsado por las corrientes del mito,
y ahí me quedaba contemplando
el ajetreo de los mozos
y el de la multitud de mandíbulas.
 
Todo santiaguino centrero de mi época,
para graduarse de tal, debía hace
cierto circuito culinario
que no estaba escrito en ninguna parte:
las empanadas de El Rápido,
el caldo mayo del Corner Bar,
el lomo palta mayo de la Fuente Alemana,
las pizzas de Ravera o del Da Dino.
 
Era el tour del fast food
de los años sesenta y setenta.
 
Yo agregaría a la lista
los crudos del Bierstube,
un poco alejado de la zona,
y el sándwich de quesillo
con ajo engullido
en la barra de El Naturista.
 
Palabrotas mayores
en el sentido económico
-al menos para los desarrapados
estudiantes de entonces-
eran los emblemáticos
restaurantes del centro:
el Due Torri, el Da Carla,
el Pinpilinpausha.
 
Estaba también el Chez Henry,
de complicado acceso
a través de la rotisería homónima
del Portal Fernández Concha,
en cuyas vitrinas hubo
por mucho tiempo una foto
del clarinetista Lorenzo Da Costa
con bigote y anteojos ahumados
y pañuelo al cuello.
 
En el programa radial
Hogar, dulce hogar
se referían a él como
"el viejo de la flauta".
 
Chez Henry -fundado
por el cocinero francés
del Palacio Cousiño-
era un nombre mágico
para los niños de antes,
como lo debe haber sido
Papa Gage para los niños
de un tiempo aún más pretérito.
 
"Hambres atrasadas" les dice
a estas sensaciones Alfredo Jocelyn-Holt.
 
El hecho es que yo crecí fantaseando
con ese boliche y sus fuentes humeantes
y sus entremeses magnánimos
y sus postres esmaltados.
 
Fui recién en los años noventa,
llevado por una niña preciosa
que quería supuestamente
presentarme a su papá,
que tocaba el piano en el proscenio.
 
Y hubo otra vez, por esa misma época,
en que la fotógrafa Carmen Domínguez
me invitó a comer unos increíbles canapés de locos.
 
Hasta hoy me he quedado con la idea
de que debí agradecérselos con más efusividad.

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