Joaquín García-Huidobro & Hugo Herrera Instituto de Filosofía Universidad de los Andes Diario El Mercurio, Miércoles 04 de Mayo de 2011http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2011/05/04/obama-no-es-dueno-de-los-muert.asp Después de diez años, todo parece indicar que Bin Laden fue eliminado. Se podrá discutir si acaso la acción fue justificada o no, sobre la efectividad y certeza de las pruebas que lo involucraban en los atentados a las Torres Gemelas y si es legítima la reacción del mundo islámico a lo que entiende como persistentes hostigamientos de Occidente. Todo esto es materia de discusión y probablemente lo seguirá siendo hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, además de las discusiones sobre interpretaciones de la historia, desde siempre los filósofos se han preocupado de fijar los mínimos bajo los cuales no se debe actuar en la historia. Si estos mínimos son vulnerados ponen en juego a la humanidad misma. El Presidente Barak Obama tenía todo el derecho de sospechar de Osama bin Laden. Incluso, supuesto que sea cierta su intervención en los atentados a las Torres, estaba facultado para perseguirlo y juzgarlo. Todavía más, se podría decir que era legítimo darle muerte, supuesto que las condiciones bajo las que actuaron sus comandos fueron extremas e impedían una captura del sospechoso, para someterlo a un juicio justo. Todo eso puede aceptarse. Pero hay un mínimo, un modesto mínimo, bajo el cual nadie, ni siquiera el Presidente de la nación más poderosa (la que "puede hacer todo cuanto se propone") está facultado para violar, a saber, pasar por sobre la humanidad de los seres humanos. Los propios padres fundadores de esa nación consideraron esto último "autoevidente" y consagraron así: "que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables". Hay una tradición de pensamiento, que comienza en Occidente con Homero y Sófocles, según la cual lo que diferencia a una persona correcta de un criminal es la observancia de esos mínimos. Esta tradición pasa por los Padres Fundadores y llega hasta nuestros días. Uno de esos mínimos es el que exige dar trato respetuoso a los muertos, supone que tratamos a los cadáveres de una manera distinta de como tratamos a la basura. En Áyax, una tragedia de Sófocles, se presenta un diálogo notable entre Odiseo y Agamenón, que era partidario de dejar insepulto el cadáver de Áyax, como castigo por sus desobediencias. Odiseo, que había sido el mayor de los enemigos del difunto, le dice: "le odiaba cuando hacerlo era decoroso"; con lo que muestra que la guerra conoce al menos un límite, el respeto a los muertos. Faltarle el respeto debido al cadáver no significa destruir al difunto, "sino las leyes de los dioses". La misma idea se recoge en Antígona, otra obra del mismo Sófocles, donde el rey Creonte quedará como el prototipo del tirano precisamente por haber castigado a Polinices, el enemigo de la ciudad, con la privación de la sepultura. Este despropósito recibe un castigo terrible. Tomar el cuerpo de un enemigo muerto para hacerlo desaparecer en el mar significa vulnerar esa ley no escrita, sin la cual dejaríamos de ser lo que somos. Los chilenos hemos tenido la oportunidad de aprenderlo de manera particularmente dolorosa. Osama bin Laden era un enemigo de los EE.UU., pero no su cuerpo muerto. Los cadáveres no son parte de la guerra y quien se arroga el poder sobre ellos está usurpando un derecho de los dioses.
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