Dos Rayos y un maestro

Dos Rayos
por Francisco Mouat
Diario El Mercurio, Revista Sábado, 15-05-2011
http://diario.elmercurio.com/2011/05/14/el_sabado/tiro_libre/noticias/1E862C11-B13A-4152-A7DB-024C76930BA5.htm?id={1E862C11-B13A-4152-A7DB-024C76930BA5}
 
Ahora que se murió Sábato, me puse a revisar algunos de sus libros.
Apologías y rechazos es un volumen de ensayos muy poco divulgado en
Chile que compré en junio de 1980. Supe por ese libro quién era Pedro
Henríquez Ureña, antes nunca había leído ni escuchado su nombre: un
maestro dominicano que vino de México a radicarse en Argentina en 1924
para continuar formando ciudadanos pensantes y escritores. Sábato era
un muchacho de trece años cuando lo conoció. Henríquez Ureña viajaba
con frecuencia en tren de Buenos Aires a La Plata, a dar clases.
Influyó a tantos. Borges también lo tuvo como a un maestro: "Si
tuviera que redactar el catálogo de mis bienhechores acaso moriría
antes de concluirlo, pero sé que uno de los primeros nombres que
acudirían a mi pluma sería el de Pedro Henríquez Ureña". Cierto día,
alguien -tal vez el propio Borges- le preguntó a Henríquez Ureña si no
le desagradaban las fábulas, y él respondió con elegancia: "No soy
enemigo de los géneros".
 
Sé que murió poco después de subirse al tren en Constitución el 11 de
mayo de 1946: venía corriendo de la editorial Losada, donde
supervisaba una colección de clásicos, para ir a La Plata, repleto su
maletín de libros y trabajos de los alumnos. Entró al carro y el
profesor Cortina le avisó que al lado suyo había un asiento vacío.
Henríquez Ureña no alcanzó a sentarse y se desplomó junto al colega.
Un profesor de medicina que viajaba en el mismo tren certificó su
muerte casi instantánea. Borges escribe: "Pedro: una noche como las
otras, en una esquina de la calle Santa Fe o de la calle Córdoba,
usted repitió los versos paganos: ¡Oh muerte, ven callada. Como suelen
venir en la saeta! Después yo recordé, al volver a mi casa, que morir
sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete
a Ulises en el Undécimo libro de la Odisea, pero no se lo dije nunca,
porque días después usted moría bruscamente en un tren, como si
alguien -el Otro- hubiera estado aquella noche escuchándonos".
 
De todos los ensayos que leí en Apologías y rechazos, me resonaron
especialmente uno sobre Leonardo da Vinci ("no se debe desear lo
imposible" apuntó alguna vez el artista) y el de Henríquez Ureña, que
junto con ser un hombre bueno era un decidido defensor de la cultura
conectada con el mundo ordinario de todos los días: "No es ilusión la
utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la Tierra sin
esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la
obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación
sostenida, llena de fe, de muchos, de innumerables hombres modestos".
Primero Sábato, después Borges y ahora último Leila Guerriero me
enseñaron a Henríquez Ureña. Lo agradezco. Como agradezco la
oportunidad de compartir con otros un punto de vista, una mirada,
alguna huella de lo vivido. Cuando Ernesto Sábato fue condecorado en
España en 2002, el escritor que lo presentó aquel día, Claudio Magris,
arrancó su intervención citando una de las palabras predilectas del
argentino: compartido: "Hay una palabra que Ernesto Sábato utiliza a
menudo para indicar el sentido de vivir y quizás cualquier cosa que se
parezca a la felicidad; un adjetivo: compartido, silencio compartido
con un ser querido, un momento compartido con un amigo, con la persona
amada, una existencia compartida. Es una palabra que también yo amo
mucho, porque creo, como escribe Sábato en El escritor y sus
fantasmas, que vivir es convivir".
 
Vivir es convivir. Cuando pienso en los mejores momentos de la vida,
pienso en episodios compartidos. Mi oficio toma sentido cuando lo
escrito encuentra un lector, cuando lo leído me resuena como parte de
una conversación íntima que acabo de sostener con quien lo escribió.
El amor que creo estar experimentando tiene una textura y un aroma
diferentes cuando es vivido en complicidad con el otro. Un plato
sabroso de comida no puede -o mejor dicho no debiera- comerse en
solitario. Una vez me regalaron una causa de camarones el día de mi
cumpleaños. Llamé a un par de amigos y la dimos de baja esa misma
noche brindando por aquella cocinera encantadora que nos había
obsequiado un momento magnífico y compartido. No estaríamos vivos, no
seríamos nada, sin esos rayos que Gonzalo Rojas evoca en el poema a su
hijo Rodrigo Tomás: "El encuentro de dos rayos en lo alto de la
tormenta".
 
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