AUSENCIAS



Juan Guillermo Tejeda

Medito en estos días ocasionalmente sobre la ausencia. En los personajes que se especializan, más que en la presencia, en el brillo de no estar, de no llegar.
Hay una predilección chilena por el fino arte de la ausencia. Desde el indio amurrado que recibía sin decir palabra los golpes del invasor y nuevo amo español, hasta el padre de familia distraído que en lugar de llegar a casa a cenar se quedaba enredado en algún bar, quitarle el cuerpo a la realidad ha sido una forma creativa de tener poder. La ausencia es, por cierto, una modalidad del poder blando, una forma resistente y difusa de la fuerza. Lejos del poder penetrante o golpeador de las armas convencionales, la ausencia es una retirada que resulta finalmente fatal para el que avanza, como les ocurriera a Napoleón o a Hitler en las campañas rusas. Los guerrilleros vietnamitas trabajaron también con éxito ese continuo repliegue selvático que llevó finalmente a los poderosísimos norteamericanos a capitular. Los naturales chilenos cayeron bajo los españoles, es innegable, pero jamás han logrado las clases dominantes dominar a fondo este país, porque en el alma de los dominados ha habitado siempre la ausencia. Estar presentes pero con el alma en otra parte, hacer el trabajo pensando en quizás qué cosas, decir que sí con la voluntad negándose a todo, sentarse en la silla sin estar sentados, y a la primera salir volando o sencillamente no llegar el lunes ni aparecer el martes, ese es el precio de unos convenios no deseados. Cuántos niños chilenos se han educado con padres ausentes, o con madres ausentes, y han desarrollado más tarde relaciones humanas de amistad o de amor con nuevos personajes adictos a la ausencia.
La ausencia es una forma de arte, una bomba de tiempo retardada cuya finalidad es demoler todo lo hecho, contradecir todo lo dicho, fragmentar y moler la aventura humana hasta convertirla en arena. Sartre rechazó el Premio Nobel y Woody Allen no fue a recibir su Oscar porque -argumentó- los miércoles debía tocar jazz con su conjunto en algún localcillo de Nueva York. Después de una vida entera dedicada a conseguir el éxito y el aplauso, se deja a los demás esperando como burros con su homenaje.
La ausencia, para el que no llega, es la delicia de las delicias. Se le espera porque se ha hecho esperar -es decir, hay de su parte un fino trabajo previo-, y en ese instante en que se le requiere, cuando ha dejado de ser amo de su tiempo, opta por liberarse, por dejarse estar siguiendo la alegre sugerencia de su apetito de ese instante. Por ello es que tomarse un café solitario o conversar con cualquiera sobre banalidades se convierte en una performance suavemente triunfal mientras en algún lugar miradas afanosas están buscando al atrasado o al que sencillamente no va a aparecer. Modalidad del espíritu masculino que no se deja atrapar, la ausencia es un recurso siempre temido por las mujeres y los niños, atados a la casa: el papá que sale a la esquina y no vuelve, el galán que no llega a la iglesia para casarse, el jefe de hogar sin hora de regreso.
La ausencia, con todo, tiene infinitas modalidades y no es exclusiva de ninguno de los sexos. No entregar a tiempo el trabajo, no llegar al examen, dejar plantado al psiquiatra, hacer esperar infinitamente a la novia o al novio, atrasarse hasta que el compromiso se disuelve por la acción del tiempo, olvidarse del asado, no pagar la cuota, saltarse la felicitación, no llegar a la cita, todo eso es manjar de dioses, y además barato. El ausente es necesitado por alguien y su placer más profundo consiste en negarse a satisfacer esa necesidad en medio de un bostezo. Pero, más que a la comparecencia, a quien se niega es al otro: con su actitud esquiva, el ausente mata de algún modo a quien se quedó esperando. No comparecer es un acto (o un no-acto) profundamente agresivo, cuyo valor se sustenta a partes iguales en la propia libertad recobrada y  en la decepción causada al otro.
Sin embargo los ausentes rara vez pagan su maldad. Siempre hay excusas, y las que se den van a ser creídas, sea porque imaginar que el ser querido nos está agrediendo intencionadamente resulta insoportable, sea porque en el fondo aplaudimos la actitud libertaria, salvaje y aérea de los ausentes. El que llega siempre a tiempo, el puntual, el que no le falla nunca a nadie es después de todo un mamón, un sometido, un muerto en vida.
La ausencia guarda parentezco con la contemplación, con las distintas formas de la marginalidad, con la elegante y distante no participación en las batallas de la vida. Como dice Lucrecio “es suave, cuando el mar inmenso es perturbado por los vientos, observar desde la orilla la desgracia del prójimo”. La ausencia es siempre suave para el ausente.
Estar ausentes es no creer demasiado en nada, resistirse a la construcción ilustrada, hurtarle el cuerpo a los compromisos, olvidarse de la oficina, de los deberes familiares, de las lealtades afectivas, desmaterializarse, flotar en el aire primaveral de lo que no tiene utilidad ni propósito. La ausencia nos hace subir de precio. La escasez duplica el valor del que no ha llegado, y ante él, quienes lo han estado esperando, mantienen una doble y conflictiva relación de odio y deseo. De eso se alimenta el débil yo del ausente, porque quienes pasan la vida elaborando estas complejas estrategias de hacerse desear para no llegar suelen ser seres con el yo dañado que necesitan arrastrar a los demás a su sótano informe, a su nada triunfante, a ese territorio sin jerarquías donde flota lo disolvente, lo inmaduro, lo que no se convierte. Reino de los combatientes sin combate, de los boxeadores sin box, de la televisión sin sonido, en la ausencia no se perciben jamás ni el cálido olor de la sangre ni el triunfante aroma del sudor.
La historia de la cultura chilena podría leerse no tanto como una sucesión de carencias, sino como un orgulloso repertorio de ausencias: el barroco que no tuvo donde instalarse, el rococó sin príncipes, el neoclásico del tierral y el yeso, las guerras civiles y mundiales que no tuvimos, la torre que jamás se construyó, el cubismo reticente, la gastronomía avergonzada, la ciudad sin forma ni proyecto, la universidad abandonada, los modales no aprendidos, los viajes que no se hicieron, las noches locas en que nos fuimos temprano a la cama…

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