Las fronteras amuralladas de las casas,
escribe Roberto Merino,
siempre son construcciones
funcionales y simbólicas.
Durante un largo período
de la primera infancia operan
como las prolongaciones del yo
y demarcan el espacio en el cual
uno mide el alcance de su identidad,
concluye Merino.
El muro posterior
de la casa en que viví
en mi infancia,
adolescencia y juventud,
en la primera cuadra de
la Avenida Los Leones,
a pasos de Providencia,
en Santiago, colindaba
con una escuela parroquial,
contigua a la iglesia de San Ramón.
El aspecto de ésta era muy duro,
algo así como el paisaje
que se vislumbraba desde
Berlín occidental el otro lado del muro.
Desde la ventana de la pieza
que compartí con mi hermano menor
durante la primera infancia,
fue esta opresiva presencia
el paisaje que se nos ofrecía
desde la ventana,
lo que inducía a recluirnos
en nuestro propio interior
lo que tal vez forjó en parte
nuestro carácter y personalidad.
Aunque no era completamente así,
quedaba disponible una franja
que permitía apreciar en parte
el cerro San Cristóbal
y un transparente cielo
habitual en los años cincuenta y sesenta,
embellecido con atardeceres
melancólicos y una tibia luz
que desaparecía detrás
de la cumbre donde se encontraba
la imagen de la Inmaculada Concepción.
En dicha pieza, además,
se instaló poco después
el tocadiscos con el que crecí
escuchando a Los Beatles
y contemplando dicho paisaje.
Pero habían otras fronteras amuralladas,
que adquirieron un carácter permanente
y que quedaron guardadas
como imágenes indelebles en la memoria,
especialmente las fronteras del colegio Saint George's,
aquel ubicado en Pedro de Valdivia al llegar a Pocuro,
también en la comuna de Providencia.
Normalmente no nos sentíamos
tan oprimidos por dichos muros,
en parte porque había mucho cielo,
la luz lo inundaba todo
haciendo que toda frontera
terminara por desaparecer.
Además, era tan intensa
la actividad al interior,
con más de dos mil georgians
en incesante proceso de creación colectiva,
para efectos de escapar del tedio
de los largos días escolares
que el espectáculo lo constituía
lo que ocurría allí, desapareciendo
por algunas horas el espacio exterior
a este pequeño planeta estudiantil.
Tanto en las aulas como en los patios
se estaba constantemente gestando
alguna cosa, en la que se derrochaba
ingenio y creatividad, recurriendo
permanente a cuotas de humor
y disposición lúdica
como ingredientes esenciales.
No faltaban por cierto,
los roces y asperezas
no tanto como para alcanzar
la envergadura que adquieren
los incidentes de un recinto carcelario,
pero con algo de la natural tensión
que provoca el encierro
cuando se confinan millares
de estudiantes a una superficie
de aproximadamente una hectárea,
tal vez un poco más.
Los muros e instalaciones
ubicadas al poniente del
recinto donde funcionaba
nuestro colegio, no constituían
límites demasiado opresivos
porque su presencia se percibía lejana.
Los peladeros de maicillo
donde se jugaba al fútbol y una
muy precaria y casi inexistente
infraestructura para practicar
rudimentos de atletismo
servía de explanada
suavizando la sensación
de encierro, e incluso
hacía que la altura de dichos muros
pareciera más bien baja,
sensación acrecentada por el túmulo
en el que se encontraba
un enorme estanque de agua
que se alcanzaba a divisar
desde el interior del colegio.
Cuando no estábamos enfrascados
en alguna pichanga o animada conversa,
de repente uno se quedaba pensativo
contemplando hacia el poniente
unos bellísimos atardeceres
con el sol bajando entre los árboles
de la compañía de agua vecina.
Ya mayor, suelo caminar por las calles
y mi relación con los muros,
es la del que contempla desde el exterior.
Quedo, por cierto, excluido del interior
de las extensas manzanas de los
arbolados sectores de Los Dominicos antiguo
y el valle de San Damián.
Cada vez más,
se aprecia que los residentes
-por razones de seguridad-
rodean sus casas con
cercos perimetrales electrificados
que provocan más bien lástima.
La sensación de confinamiento
de los habitantes recluidos
al interior de sus casas
o saliendo raudos y muy serios
instalados al interior de los habitáculos
de sus veloces y elegantes vehículos
no proyecta precisamente
lo que podría ser algo parecido
a una alegría de vivir.
Al revés de lo que ocurría
en tiempos ya idos, en que
no era raro contemplar
a la mayoría llegar caminado
hasta sus casas...
y en general uno diría
que se veían contentos,
particularmente los niños y jóvenes.
(Por supuesto, es altamente probable,
que el tiempo transcurrido
esté distorsionando la realidad de entonces.)
Uno podía empaparse,
frecuentemente,
del poder evocador
de una pared señorial
cubierta por una buganvilia,
y vislumbrar junto a la ventana
de un balcón a una persona mayor
en su biblioteca bajo una lámpara
leyendo algún libro o el diario,
o a unas señoras en el primer piso,
junto a una mesa tomando el té
o jugando canasta o bridge.
Alguien observó que
uno de los problemas
de la llamada civilización
es que hemos construido
pocos puentes y demasiados muros.
Lo notable de los muros, eso sí,
es cuando estos se transforman
en una opción libremente elegida.
Digamos, algo así como un acto de fe y de amor.
En poco menos de un cuarto de siglo
he tenido el privilegio de vivir
junto a una abadía benedictina,
cuyos sobrios y luminosos muros blancos
enclavados en uno de los cerros islas,
a tiro de cañón de los contrafuertes cordilleranos
ejercen una poderosa atracción.
El claustro por elección,
es un faro poderoso
que se anuncia regularmente
con campanas al vuelo
y la paz que irradia el monasterio.
Es conmovedor escuchar
desde el exterior
a los monjes recitando la salmodia
y alabando a Dios
mientras la ciudad duerme,
o al concluir alguna solemne misa
percibir al salir,
la sutileza con que escapa
y se difunden los últimos acordes
del órgano y el suave perfume del incienso.
Es entonces donde surgen
esas impresionantes
y sobrecogedoras fronteras;
a la distancia, se yerguen
esos majestuosos murallones,
el de los Andes, primero,
con el ventisquero
La Paloma, el cerro Altar
y el imponente Cerro Plomo;
más al sur el Provincia y el De Ramón,
y hacia el norte el Cordón de los Españoles
y el Manquehue erguido con particular prestancia,
continuando hacia el poniente
por el extenso Parque Metropolitano
unidos por un continuidad de cerros intermedios,
la Pirámide con el Cerro San Cristóbal.
Y por último la pacífica franja de la cordillera de la Costa,
desde el cerro de Bustamente hasta los Altos de Chicauma.
Qué maravilla contemplar dichos relieves,
sus texturas y cómo responden
de una forma siempre nueva
recreando la belleza
que nos sorprende cada día.
Los muros muchas veces
nos separan o confinan,
pero en forma cada vez
más frecuente
constituyen una fuente
de permanente belleza
y un poderoso referente
con el cual identificarse,
deleitarse y agradecer...
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Las fronteras amuralladas de las casas,
escribe Roberto Merino,
siempre son construcciones
funcionales y simbólicas.
Durante un largo período
de la primera infancia operan
como las prolongaciones del yo
y demarcan el espacio en el cual
uno mide el alcance de su identidad,
concluye Merino.
El muro posterior
de la casa en que viví
en mi infancia,
adolescencia y juventud,
en la primera cuadra de
la Avenida Los Leones,
a pasos de Providencia,
en Santiago, colindaba
con una escuela parroquial,
contigua a la iglesia de San Ramón.
El aspecto de ésta era muy duro,
algo así como el paisaje
que se vislumbraba desde
Berlín occidental el otro lado del muro.
Desde la ventana de la pieza
que compartí con mi hermano menor
durante la primera infancia,
fue esta opresiva presencia
el paisaje que se nos ofrecía
desde la ventana,
lo que inducía a recluirnos
en nuestro propio interior
lo que tal vez forjó en parte
nuestro carácter y personalidad.
Aunque no era completamente así,
quedaba disponible una franja
que permitía apreciar en parte
el cerro San Cristóbal
y un transparente cielo
habitual en los años cincuenta y sesenta,
embellecido con atardeceres
melancólicos y una tibia luz
que desaparecía detrás
de la cumbre donde se encontraba
la imagen de la Inmaculada Concepción.
En dicha pieza, además,
se instaló poco después
el tocadiscos con el que crecí
escuchando a Los Beatles
y contemplando dicho paisaje.
Pero habían otras fronteras amuralladas,
que adquirieron un carácter permanente
y que quedaron guardadas
como imágenes indelebles en la memoria,
especialmente las fronteras del colegio Saint George's,
aquel ubicado en Pedro de Valdivia al llegar a Pocuro,
también en la comuna de Providencia.
Normalmente no nos sentíamos
tan oprimidos por dichos muros,
en parte porque había mucho cielo,
la luz lo inundaba todo
haciendo que toda frontera
terminara por desaparecer.
Además, era tan intensa
la actividad al interior,
con más de dos mil georgians
en incesante proceso de creación colectiva,
para efectos de escapar del tedio
de los largos días escolares
que el espectáculo lo constituía
lo que ocurría allí, desapareciendo
por algunas horas el espacio exterior
a este pequeño planeta estudiantil.
Tanto en las aulas como en los patios
se estaba constantemente gestando
alguna cosa, en la que se derrochaba
ingenio y creatividad, recurriendo
permanente a cuotas de humor
y disposición lúdica
como ingredientes esenciales.
No faltaban por cierto,
los roces y asperezas
no tanto como para alcanzar
la envergadura que adquieren
los incidentes de un recinto carcelario,
pero con algo de la natural tensión
que provoca el encierro
cuando se confinan millares
de estudiantes a una superficie
de aproximadamente una hectárea,
tal vez un poco más.
Los muros e instalaciones
ubicadas al poniente del
recinto donde funcionaba
nuestro colegio, no constituían
límites demasiado opresivos
porque su presencia se percibía lejana.
Los peladeros de maicillo
donde se jugaba al fútbol y una
muy precaria y casi inexistente
infraestructura para practicar
rudimentos de atletismo
servía de explanada
suavizando la sensación
de encierro, e incluso
hacía que la altura de dichos muros
pareciera más bien baja,
sensación acrecentada por el túmulo
en el que se encontraba
un enorme estanque de agua
que se alcanzaba a divisar
desde el interior del colegio.
Cuando no estábamos enfrascados
en alguna pichanga o animada conversa,
de repente uno se quedaba pensativo
contemplando hacia el poniente
unos bellísimos atardeceres
con el sol bajando entre los árboles
de la compañía de agua vecina.
Ya mayor, suelo caminar por las calles
y mi relación con los muros,
es la del que contempla desde el exterior.
Quedo, por cierto, excluido del interior
de las extensas manzanas de los
arbolados sectores de Los Dominicos antiguo
y el valle de San Damián.
Cada vez más,
se aprecia que los residentes
-por razones de seguridad-
rodean sus casas con
cercos perimetrales electrificados
que provocan más bien lástima.
La sensación de confinamiento
de los habitantes recluidos
al interior de sus casas
o saliendo raudos y muy serios
instalados al interior de los habitáculos
de sus veloces y elegantes vehículos
no proyecta precisamente
lo que podría ser algo parecido
a una alegría de vivir.
Al revés de lo que ocurría
en tiempos ya idos, en que
no era raro contemplar
a la mayoría llegar caminado
hasta sus casas...
y en general uno diría
que se veían contentos,
particularmente los niños y jóvenes.
(Por supuesto, es altamente probable,
que el tiempo transcurrido
esté distorsionando la realidad de entonces.)
Uno podía empaparse,
frecuentemente,
del poder evocador
de una pared señorial
cubierta por una buganvilia,
y vislumbrar junto a la ventana
de un balcón a una persona mayor
en su biblioteca bajo una lámpara
leyendo algún libro o el diario,
o a unas señoras en el primer piso,
junto a una mesa tomando el té
o jugando canasta o bridge.
Alguien observó que
uno de los problemas
de la llamada civilización
es que hemos construido
pocos puentes y demasiados muros.
Lo notable de los muros, eso sí,
es cuando estos se transforman
en una opción libremente elegida.
Digamos, algo así como un acto de fe y de amor.
En poco menos de un cuarto de siglo
he tenido el privilegio de vivir
junto a una abadía benedictina,
cuyos sobrios y luminosos muros blancos
enclavados en uno de los cerros islas,
a tiro de cañón de los contrafuertes cordilleranos
ejercen una poderosa atracción.
El claustro por elección,
es un faro poderoso
que se anuncia regularmente
con campanas al vuelo
y la paz que irradia el monasterio.
Es conmovedor escuchar
desde el exterior
a los monjes recitando la salmodia
y alabando a Dios
mientras la ciudad duerme,
o al concluir alguna solemne misa
percibir al salir,
la sutileza con que escapa
y se difunden los últimos acordes
del órgano y el suave perfume del incienso.
Es entonces donde surgen
esas impresionantes
y sobrecogedoras fronteras;
a la distancia, se yerguen
esos majestuosos murallones,
el de los Andes, primero,
con el ventisquero
La Paloma, el cerro Altar
y el imponente Cerro Plomo;
más al sur el Provincia y el De Ramón,
y hacia el norte el Cordón de los Españoles
y el Manquehue erguido con particular prestancia,
continuando hacia el poniente
por el extenso Parque Metropolitano
unidos por un continuidad de cerros intermedios,
la Pirámide con el Cerro San Cristóbal.
Y por último la pacífica franja de la cordillera de la Costa,
desde el cerro de Bustamente hasta los Altos de Chicauma.
Qué maravilla contemplar dichos relieves,
sus texturas y cómo responden
de una forma siempre nueva
recreando la belleza
que nos sorprende cada día.
Los muros muchas veces
nos separan o confinan,
pero también nos contienen
y en forma cada vez
más frecuente
constituyen una fuente
de permanente belleza
y un poderoso referente
con el cual identificarse,
deleitarse y agradecer...
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