Las pocas veces que pruebo maní tostado,
en especial cuando viene con cáscara
y ojalá en bolsa de papel,
la adquisición deviene en ceremonia
cuya operación incluye
el proceso de cascar su vaina
y eventualmente desprenderse
de la cascarilla de color rojo,
lo que me traslada
inmediatamente en el tiempo,
por lo menos medio siglo atrás
a un momento expectante:
aquel en el que uno ingresaba
a ese espacio precario pero mágico,
con piso de tierra y cubierto de aserrín,
sillas de madera y graderías
en torno a la 'pista' y sobre la cortina
desde donde emergerían los artistas circenses:
los músicos de la orquesta preparando sus instrumentos.
Todo ese tinglado cubierto
con una enorme carpa multicolor,
era milagrosamente sostenido
por enormes varas inclinadas
y exteriormente tensadas con cuerdas
y ancladas al suelo a unos grandes ganchos.
El maní está asociado a esos momentos previos
de la función de circos con nombres
inolvidables como 'Las Águilas Humanas',
en el que una vez instalado en las aposentadurías,
uno contemplaba el entorno, la pista,
las personas arribando al recinto:
un continuo circular de espectadores
dirigiéndose hacia sus sitios asignados
en una especie de coreografía dispersa
y espontánea como preámbulo
al plato de fondo, el verdadero espectáculo.
Los vendedores con sus chaquetas blancas
y bandejas de madera,
se movían ágilmente entre sillas y personas
ofreciendo el tibio maní tostado
que se vendía como pan caliente,
hasta el momento mismo
en que comenzaba la función,
cuando el recinto quedaba a oscuras
y un solo foco encendido hacía
que las miradas se dirigieran
al centro de la pista...
Todo el mundo se disponía entonces
a contemplar y admirar la habilidad
de los equilibristas y malabaristas,
la tensa relación entre el domador y las fieras,
las chanzas, chistes y todo ese mundo
de exageración y caricatura de los payasos,
pero sobre todo el sabor del maní tostado representa
ese momento en que los niños masticaban expectantes
manteniéndose en vilo a la espera de lo inesperado...
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