Posiblemente se deba
al tema de la seguridad
el hecho de que la arquitectura
haya terminado en décadas recientes,
involucionando en más de un sentido
y haya hecho que sus espacios
de mayor riqueza
se vuelquen hacia el interior
con las fachadas
dándole las espaldas a la calle
y en definitiva a la ciudad.
O quizás sea una combinación
de diversos factores: la elegancia del erizo,
el racionalismo de la arquitectura moderna,
la geometría rigurosa, el minimalismo,
despojado de todo elemento no esencial.
Lo que parecía
un evidente progreso conceptual
-el desprenderse de lo superfluo-
ha hecho que algo esencial también,
tal vez se haya perdido.
Con la lucidez que lo caracteriza
Nicanor Parra definió
dicha carencia: habitabilidad.
Mis amigos más cercanos
son en su gran mayoría arquitectos;
yo mismo acompañé a algunos
a rendir las pruebas especiales
de ingreso en la Escuela de Arquitectura
de la Universidad Católica de Valparaíso
Sorprendentemente fui aceptado,
aunque tenía contemplado
como primera opción, entrar
en la Facultad de Ciencias Físicas
y Matemáticas de la Universidad de Chile
en Santiago, lo que finalmente hice
a comienzos de los años setenta.
La última vez que estuve en Valparaíso,
en un momento, me quedé contemplando,
desde la costanera cerca de la caleta Portales,
el encanto y misterio de una casa antigua
que se encontraba en las cercanías
de la Universidad Federico Santa María.
Me quedé cavilando en un pasado que nunca ocurrió.
Aquel en que uno conjetura qué habría pasado,
de haber tenido la pasión que mis amigos
sentían por la arquitectura, su talento
y la capacidad para llevar adelante
en la vida un oficio tan bello como arduo.
Contemplando dicha casa, un tanto derruida,
se me ocurrió que mi eventual pasión arquitectónica
se habría canalizado principalmente por la restauración.
Tal vez habría proyectado mi casa
o como obsequio, la de algún amigo,
pero habría sido feliz dedicado
a intentar recuperar
maravillas en estado agónico
y contribuyendo modestamente
para que tuvieran una segunda
oportunidad de resplandecer
con calidez y serena dignidad.
Qué alegría ser testigos
de la transformación de una casa
con un pasado pleno de historias y encanto
aunque con un destino incierto,
en un espacio que vuelve a la vida
para iluminar un rincón olvidado de la ciudad.
Casi nunca 'bajo' a Providencia,
pero el otro día,
caminando por Antonio Varas,
a raíz de una diligencia,
me llamaron la atención
la cercanía de las casas
a las veredas y, cómo
alguna de sus características
peculiares eran una especie
de secreto regalo a la ciudad.
Esa generosidad de modestas viviendas
que obsequian a la mirada,
perspectivas únicas, detalles especiales:
un estrecho acceso, un balcón,
una ventana junto a una enredadera
que crece exuberante...
Cuando volví a la calle Santo Domingo,
en Santiago poniente, entre Riquelme
y Manuel Rodríguez, al lugar
donde se levantaba la casa de mi abuela
me llamó la atención la estrechez de sus veredas.
Esa cercanía que se producía
con las mamparas, ventanas
y postigos de otrora,
permitían circular por dichas calles
con una sensación intermitente
de estar traspasando continuamente
un límite virtual entre lo exterior e interior.
Incluso, aquellas casas de dos o tres patios
-supuestamente volcadas a su interior,
con sus galerías, baldosas, cortinajes y demás detalles-
ofrecían algo sugerente y evocador al transeúnte,
como la que acompañaba la puesta en escena
o los decorados de alguna película de Visconti.
En barrios nuevos, esto no se da casi nunca.
Lo mismo ocurre con los nuevos condominios costeros
en relación con los tradicionales balnearios.
En Algarrobo, por ejemplo,
parte de la gracia del paseo vespertino
por la costanera, aparte de las puestas de sol
y la contemplación del mar y de la gente
o los veleros y botes en la bahía,
era observar al pasar, detalles
fugaces del interior de las casas:
el pez espada sobre la chimenea
de la casa de Salvador Allende,
una colección de sombreros
en otra ubicada un poco más allá;
la sobremesa en un estar
de madera y piedra
tenuemente iluminando...
En otros balnearios
como Santo Domingo,
en que las casas
estaban algo retiradas,
a cierta distancia de la calle,
la variedad de los jardines,
su colorido y diseño
era lo que se le ofrecía al paseante.
El poder evocador
de una arquitectura
que se deja habitar por la poesía,
que rehúye lo mezquino
y se manifiesta inconscientemente generosa
para compartir una pequeña porción
de su misterio y riqueza,
sin que por ello pierda su esencia
ni el pudor que cautela su intimidad.
Tal vez la generosidad
debería elevarse a la categoría
de principio en arquitectura:
-dar hasta que no duela-
el partido, el punto de partida
necesario en la creación de espacios
en que los muros no impidan
la construcción de puentes para la mirada...
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