Diario El Mercurio, viernes 4 de marzo de 2011http://blogs.elmercurio.com/editorial/dia-a-dia/cuchufli-barquillo.asp Pese a la invasión de costumbres y productos extranjeros que hemos venido sufriendo por décadas, todavía parece quedar espacio para lo autóctono y lo criollo, lo local y lo propio -o, cuando menos, para aquello que, aunque lo hayamos heredado en algún momento que se pierde en la nebulosa de los tiempos, ya ha pasado a formar parte de lo nuestro, de lo que nos identifica y constituye. En las playas del litoral central, por ejemplo, no son raros los vendedores de "palmeras", maní confitado o tostado, "pan de huevo" "berlines", y, por supuesto, "cuchuflí" y "barquillo". En el caso de estos últimos productos, sus vendedores los anuncian y ofrecen como si fuesen una sola cosa, una misma golosina, al grito de "¡Cuchuflí barquillo! ¡Cuchuflí barquillo!". Ignoro el origen de la voz "cuchuflí", asaz curiosa. Aunque la Academia la define como "barquillo relleno con manjar o dulce de leche" (de ahí, quizá, el grito de sus vendedores), consulté varios diccionarios de chilenismos buscando pistas, sin éxito. A mí me suena parecida a "cuchufleta"; y quizás sostendría, como aquella, la raíz "cucho" ("hacerse el cucho"). En medio de tanta impostación, importación, radiación, aglomeración y liposucción que se observan en las playas chilenas, es cosa refrescante la aparición de estos hombres de delantal blanco que, cual médicos del alma y la memoria, nos devuelven a lo sencillamente nuestro. _________________________________________________ [Me acuerdo de un vendedor que ofrecía sus barquillos y cuchuflí(e)s en Algarrobo, con un caminar cimbreante muy característico; de bigotes y, a veces, lentes de sol; con un aire de actor de película mexicana de los años cuarenta o cincuenta y hundiendo en su tranco perseverante los zapatos o las alpargatas en la arena. Provisto de una gruesa correa para cargar al hombro un tambor profundo y pintado que contenía el quebradizo y delicioso producto. Con su mano izquierda alzada sostenida como bandeja, el interior de la tapa vuelto hacia arriba exhibía su producto en disposición circular semejando una torta de barquillos y cuchuflís con la cual atraía a multitud de niños que semejaban una ola transversal que se desplazaba como tsunami infantil acompañando el desplazamiento del vendedor a lo largo de la extensa y sinuosa playa algarrobina. Este tambor de hojalata silencioso era el centro de gravedad que atraía como poderoso sistema solar a estos pequeños que salían disparados como cometas cada vez que se aproximaba el vendedor con su característico pregón y comenzaban las carreras entre el lugar donde permanecían tendidos los progenitores y el itinerante y apetitoso producto. Las súplicas y consultas sobre el precio, los regateos y toda la representación dramática típica de estos casos, con la esperanza de vencer las débiles barreras que oponían los padres hasta que cedieran ante la insistencia de obtener el premio mayor para estas criaturas hambrientas después de tanto baño y juego. Una vez realizado el intercambio comercial, los peques se restregaban los dedos en la superficie del traje de baño o toalla más cercana, para desprenderse de (parte) de la arena y disfrutar de la felicidad máxima del verano, mientras el vendedor se alejaba repitiendo el clásico estribillo que era la versión audible de su rítmico caminar playero, algo así como la banda de sonido de la temporada estival del litoral central: "Barquillo, barquillito, barquillo, cuchuflí fresquito, barquillito, ¡a los ricos cuchufís!!]
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