Los cronistas, plazas, parques y el alcalde...

[Cinco crónicas extractadas de años recientes]


Faraones al ataque
por Leonardo Sanhueza
Diario Las Últimas Noticias,
martes 4 de noviembre de 2008

Uno de los primeros anuncios de Pablo Zalaquett
para su gestión como alcalde de Santiago
ha sido que llamará a un concurso público
para rehacer la Plaza de Armas.

Sí, rehacer.

Sostiene que es poco acogedora,
que parece paseo peatonal y que le faltan árboles.

Tiene razón Zalaquett en sus observaciones,
¿pero cómo es la plaza ideal de Santiago?

La anterior plaza
era más americana que europea,
con muchos árboles, especial
para el letargo de tardes interminables
en un pueblo grande con alma de pueblo chico.

La de ahora es casi más europea que americana,
o mitad y mitad, con una parte abierta para el paseo urbano
y otra cerrada para la intimidad pueblerina.

La actual plaza fue criticada por medio mundo
durante la década de los noventa,
pero a estas alturas ya se había configurado
como un espacio urbano autónomo, con vida propia.

A comienzos del siglo veinte, según Joaquín Edwards Bello,
medio mundo también se fue contra los cocodrilos decorativos
de la fuente central, por considerarlos ajenos a nuestra idiosincrasia.

Ahora sería un pecado mortal echar abajo esa fuente.

Eso no es exclusivo de Santiago.

Cuando la plaza de Temuco fue remodelada hace unas décadas,
con líneas modernas, espejos de agua nunca vistos y un monumento extraño,
todos la encontraban bonita, por lo nueva, pero nadie la quería, por lo rara.

Tuvieron que pasar varios años
para que la plaza encajara definitivamente en la ciudad
y se transformara en uno de sus símbolos.

En el fondo, las plazas chilenas
–y en general todos los espacios urbanos del país,
a menudo cambiantes de un día para otro–
sólo se vuelven "acogedoras"
si interviene el paso de los años y el desgaste,
cuando la propia ciudad las incorpora a su tráfago
con sus virtudes y defectos.

Las plazas, pues, no son muy distintas a los zapatos.

Yo dudo que algún proyecto de plaza
deje contentas a más personas
que al alcalde que la manda a hacer
y al arquitecto que ganará premios en las bienales
gracias a su creatividad desatada:
es decir, a nadie que pase
un minuto de su vida diaria en la plaza.

Los alcaldes, en ese sentido,
son como la dueña de casa chocha
con su jardín horriblemente perfecto,
el que sin embargo, con el paso de los años,
sólo se volverá un escenario de magia vital,
chanchitos de tierra y buenos recuerdos
en la memoria de los únicos
que lo usan a cabalidad: sus hijos.

Todas las remodelaciones,
salvo en caso de terremoto o de deterioro natural,
no son más que caprichos y chanchullos del poder,
bastante intrascendentes en el quehacer de los escolares,
los contadores y las secretarias, y completamente inútiles
en la vida de los ancianos y de las palomas.

El problema parece ser que ya pasó
la época de los grandes hacedores públicos,
aquella en que las "ciudades espléndidas" de Rimbaud
eran el signo de la sociedad bien encaminada,
y por eso los alcaldes tienen nostalgia
de las cosas que no podrán vivir.

No se consuelan con ser administradores
de los intereses vecinales
y gestores de proyectos a escala humana:
quieren dejar una huella faraónica
y merecer, ojalá en vida,
un monumento de cuerpo entero por sus obras,
aunque esas obras sean sólo un eslabón
en una cadena ya viciosa, latera y ensordecedora
de construcción, demolición y retiro de escombros.

........

Muerte al mamarracho
por Antonio Gil
Diario Las Últimas Noticias,
jueves 6 de noviembre de 2008

Aucán Huilcamán está enyegüecido,
completamente fuera de sí, rojo de furia,
definitivamente frenético.

Con la pluma parada, chillando,
morado de tanto soplar la trutruca,
acaba de anunciar desde Temuco
–entre tambores de guerra–
un pronto viaje a Santiago.

Nos pone la piel de gallina
imaginar las caballadas,
los gritos ululantes,
las lanzas en ristre
y las temibles
antorchas incendiarias
sobre la ciudad.
El asunto que lleva a la capital a
 este heredero de Lautaro y Michimalonco,
gentilmente aguachado y cebado
por algunas ONG suecas y alemanas,
serían las intenciones confesas
del boquiflojo y flamante alcalde Pablo Zalaquett
de demoler la estatua
en presunto honor a los pueblos indígenas,
esa rareza que se encuentra emplazada,
como fecas de plesiosauro petrificadas,
en el ángulo sur poniente de la Plaza de Armas.

No hay nada que hacerle:
la obra en cuestión
es un horror por donde se la mire.

Una porquería entre figurativa y abstracta,
que más bien deshonra a nuestros pueblos originarios
y mancha con un mal gusto fantasmagórico y bastardo
la entrada al Paseo Ahumada.

Cuando se erigió esperábamos el alzamiento:
la indiada arrasando la ciudad. Pero nada.

Parece que les encantó el engendro.

Demuélala, Zalaquett.

Póngale unos buenos tiros de dinamita.

De pasadita, le queremos recordar
al nuevo alcalde que Santiago
no es la Plaza de Armas.

Ése es un error que nace
de la mala costumbre edilicia
de asomarse a la ciudad
sólo por la ventana de su gabinete.

Zalaquett no ha asumido aún
y ya ha metido las patas
con esa especie de zoológico de peruanos
que ha ideado en algún momento febril,
harto de ver tanto quechua
desaguando en los postes
y los muros de la iglesia catedral.

Paciencia, alcalde.

Santiago no aguantaría
un ataque por el sur
y, además, otro por el norte.

Al mismo tiempo que Huilcamán
monta en su potro de combate,
un parlamentario peruano
pone el grito en el cielo.

Por eso, usted, alcalde, tranquilo nervioso.

Apriete los dientes
y póngase en la buena
con la peruvian people
que pulula en una esquina de la plaza
y mande a echar abajo
el esperpento monumental
que estorba en la otra.

Aucán sólo busca unos minutos de fama.

Déselos, y enseguida, cuanto antes,
haga volar por los aires
ese mamarracho sin nombre.
...

Áreas verdes
por Jorge Edwards
Diario La Segunda,
Viernes 31 de Diciembre de 2010
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2010/12/31/areas-verdes.asp

Las ciudades defienden
sus áreas verdes como gatos de espalda.

Las ciudades que saben lo que es una ciudad.

En una reunión del Consejo Ejecutivo
de la Unesco de hace alrededor de 15 años,
en la ciudad marroquí de Fez, después de visitar la Medina,
el sector antiguo en plena etapa de restauración,
defendí los derechos de las ciudades no milenarias,
pero de tradición, representantes de alguna forma de cultura,
con historia, a formar parte del patrimonio de la humanidad.

Defendí entonces la opción de Valparaíso,
el puerto de Pierre Loti, de los relatos de Melville y Joseph Conrad,
del Rubén Darío de Azul, del Pablo Neruda de La Sebastiana.

¿Por qué no podía entrar Valparaíso
en la famosa lista unesquiana?

El tema se aprobó en principio
y tuve que pasar, después,
a otras tareas, a otros trabajos.

Ahora me dicen que hay un proyecto
para aumentar el porcentaje de cemento
y disminuir el de plantas, arbustos, árboles,
en el Parque Forestal de Santiago.

Me cuesta mucho creerlo.

Después de seguir de cerca
los grandes debates
sobre el cambio climático
del mundo contemporáneo,
los de Copenhague y Cancún,
los de la Unesco y las Naciones Unidas,
me cuesta creer que una autoridad edilicia,
con la mayor soltura de cuerpo,
anuncie que la zona verde del Parque
va a disminuir en cero coma
no sé cuántos por ciento,
que este trabajo de más
de mil millones de pesos
vaya a ser costeado
con el dinero de los contribuyentes,
y que los contribuyentes
y vecinos del lugar del atentado
no sepan una sola palabra hasta el último minuto.

Tengo infinitos recuerdos del Parque Forestal.

No pretendo enumerarlos ahora.

Mis memorias tendrán amplios porcentajes forestales,
historias de encuentros, de amores, de personajes,
de conversaciones y lecturas.

En la literatura chilena, por lo menos,
y si los inquisidores y los criticones me lo permiten,
soy uno de los escritores más relacionados
con el Parque, desde siempre.

Aparece por momentos, sin nombre,
en los cuentos de El Patio,
y aparece después con nombre y apellido
en muchos de mis textos.

Todo espacio de cemento,
en un lugar así, mítico, amable,
dotado de la verticalidad aérea
de los grandes árboles,
la de los sueños aéreos,
para aludir a Federico Nietzsche,
a Gastón Bachelard,
es un atentado en ciernes,
un centro de atracción de ruidos,
de aparatos electrónicos de baja calidad,
de charlatanes diversos.

En resumen, de la anticultura.

Los promotores deberían explicar
que sólo se proponen aumentar
los niveles de la anticultura en 0,77 por ciento,
lo cual no debería molestar a nadie,
con excepción de algunos marginales, algunos excéntricos.

Pues bien, me instalo con la mayor seguridad,
en un estado de conciencia impecable,
en la zona de los excéntricos y los marginales.

Cuando luchaba en sus años finales, por escrito,
a favor de la independencia de Argelia,
de la igualdad entre Francia y sus ex colonias árabes,
el novelista François Mauriac, sometido a serias amenazas,
llegó a sostener que prefería ser viejo mártir a viejo gagá.

Adopto esta idea. No excluyo la posibilidad
de sentarme frente a los camiones y las máquinas excavadoras
y obligar a los carabineros a sacarme en vilo,
como lo hacían los ingleses con Bertrand Russell.

Tengo buenas relaciones humanas
con el Cuerpo de Carabineros de Chile,
pero no sé si actuarían con las mismas
consideraciones que los bobbies
que sacaban en andas al anciano Lord Russell.

Y es posible que los camioneros
me pasen simplemente por encima,
lo cual sería una forma de martirio
curiosamente moderna y criolla.

En cuanto a los altos funcionarios
que toman estas inteligentes decisiones
entre cuatro paredes, sin contarle a nadie,
pensando que si dan comienzo a los trabajos
en pleno verano nadie se dará cuenta,
habría que perdonarlos porque
“no saben lo que hacen”, como en el texto bíblico.

Tengo tantos años que me acuerdo
de don Arturo Alessandri Palma,
con su bastón a la espalda,
en el Parque Forestal.

Después veo a la señora Marie Louise Edwards,
que lo recorría todas las mañanas
desde un extremo al otro, casi al trote.

Don Guillermo Feliú Cruz,
don Gabriel Amunátegui, pasaban temprano,
con sus abrigos inflados de papeles,
para dictar sus clases de Historia
o Derecho Constitucional
en la Escuela de Derecho
de la calle Pío Nono.

José Tohá, de brazos cruzados,
conversaba con el Queque Sanhueza,
con el Negro Jorquera, con Roberto Donoso,
mientras Roberto Torretti bajaba por el costado del río
leyendo un volumen de Husserl o de algún otro.

Siempre forraba sus libros en papeles escolares,
no sé si para protegerlos o para esconder sus lecturas.

Y no hablemos de los poetas del Parque Forestal, o de sus musas.

Un árbol, un arbusto perfumado,
una planta de colores diversos,
son seres delicados,
dignos de una atención cuidadosa.

Los poetas, las musas, también lo son.

Si tuviera que citar a poetas
que he visto o que mis amigos
han visto en el Parque Forestal,
comenzaría con Angel Cruchaga Santa María,
con Luis Oyarzún Peña, con Vicente Huidobro,
con Rafael Alberti durante un viaje a Santiago,
para seguir con todos los que siguen.

Una ciudad que se respeta, digna de su nombre,
está llena de sombras, de mitologías, de leyendas.

Roberto Arlt, el novelista y ensayista argentino,
estuvo en Santiago y se lo pasaba
entre la Plaza de Armas y el Parque Forestal.

Escribió muchas de sus páginas
en los bancos de ambos lugares.

No creo que lo hayamos tratado muy bien,
como tampoco, salvo excepciones,
tratamos bien en su tiempo a Rubén Darío.

Los pavimentadores profesionales,
con sus extrañas máquinas,
ya se encontraban al aguaite.

Porque Chile es un país de poetas,
como afirman algunos de nuestros
lugares comunes más sólidos,
y de enemigos encarnizados de la poesía.

Que está, dicho sea de paso,
en los parques, entre los arbustos,
entre las raíces y las ramas sagradas
de las araucarias, de los formidables pimientos,
de los castaños y los plátanos orientales.
...
Centenarios comparados
por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 07 de Enero de 2011
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2011/01/07/centenarios-comparados.asp

La discusión sobre el Parque Forestal abre perspectivas,
plantea contradicciones, nos deja pensativos y no demasiado optimistas.

Pienso, por mi parte,
en el Bellas Artes de 2011
y el del año del Centenario.

¿Qué ha pasado entre los primeros
y los segundos cien años,
hemos adelantado, hemos retrocedido,
hemos marcado el paso?

Leo a los historiadores modernos
y no consigo sacar conclusiones claras.

En algunos aspectos, la democracia se ha profundizado.

Desapareció el viejo sistema del cohecho,
que alcancé a conocer en mi infancia y en mi juventud,
en las mesas electorales del año 38, del año 46 y hasta en las de 1952.

Ahora las mujeres ejercen su derecho a voto
y participan en la vida política y en los gobiernos.

Pero no sé si la educación termina de modernizarse
y me parece que la igualdad de oportunidades
todavía es un ideal remoto.

Alguien llega de un hogar humilde,
de una familia que vive
con quinientos dólares mensuales
como promedio,
y alcanza los mejores puntajes del país.

Es un héroe del estudio,
una persona de coraje y de talento,
pero en el pasado también
hubo seres excepcionales,
que se impusieron
en un medio de una hostilidad,
de una aspereza, terribles.

Lucila Godoy Alcayaga,
conocida más tarde
como Gabriela Mistral,
sin ir más lejos.

El Parque Forestal
fue una de las creaciones del Centenario,
y también lo fue su edificio más importante,
el Palacio de Bellas Artes.

Hubo intervención de arquitectos
y de paisajistas franceses,
de acuerdo con las tendencias de la época,
pero decir que fueron obras elitistas, oligárquicas,
sólo accesibles para los happy few (como decía Stendhal),
es una perfecta tontería.

Al Parque podía ir todo el pueblo de Santiago,
viniera del barrio que viniera.

Nunca hubo discriminación
de clase o de raza, que yo sepa,
ni se cobró entrada.

He visto parques cerrados,
a los que sólo pueden ingresar
los dueños de los departamentos vecinos,
armados de una llave.

Es el caso de Gramercy Park,
en el corazón de Manhattan.

Aquí, en nuestro Forestal,
nunca sucedió nada
ni remotamente parecido.

Al museo, al Bellas Artes,
siempre han podido ir
los niños de los liceos
más humildes de la ciudad
y hacer copias de los cuadros
o estudiar la pintura chilena
en sus creaciones originales.

Algo parecido puede aplicarse
a otra de las grandes construcciones
e instituciones del primer centenario,
la Biblioteca Nacional.

Todos pueden leer los libros
de nuestra Biblioteca y, por desgracia,
todos pueden pintarles monos y agregar garabatos.

Leí hace poco, y me gustaría
mucho poder comprobar este dato,
que la Biblioteca de los primeros años,
la de la década de los diez y de los veinte,
tuvo más libros que la de ahora.

Sería un fenómeno difícil de explicar,
salvo que el apetito de los ratones bibliotecarios
sea superior a todo lo que nos imaginamos.

Lo que sí es probable es que
los fondos para adquisición de libros
hayan disminuido en forma dramática,
así como han disminuido
los fondos de los museos
para adquirir pintura o lo que sea.

En la discusión sobre el Parque Forestal
hay un hecho que salta a la vista,
que queda en evidencia.

Antes de su creación
era un basural maloliente
que se extendía
por la ribera sur del Mapocho
y llegaba al basural de Santo Domingo.

A Joaquín Toesca le trataron
de exigir que levantara
la Casa de Moneda
encima de ese basural
y rechazó la idea
con voluntad inflexible.

El Parque, cuya instalación en la ciudad
se produjo alrededor del primer Centenario,
tenía en sus primeros tiempos más de siete mil árboles.

Ahora tiene alrededor de seis mil.

Por eso, para seguir progresando al revés,
ha surgido la idea genial de aumentar
el porcentaje de cemento y suprimir áreas verdes.

Al lado de la Fuente Alemana habrá,
según el inefable proyecto edilicio,
una explanada de ladrillos rojos.

Frente al Bellas Artes
se extenderá un desierto de cemento.

Y los eventos masivos,
según se nos explica con la mayor seriedad,
son necesarios para
la “conquista del Parque por la ciudad”.

Los primeros años del siglo XX
produjeron la matanza
de Santa María de Iquique
y a la vez el Parque, la Biblioteca,
el Palacio de Bellas Artes, la Estación Mapocho.

¿Eran expresiones de la misma mentalidad,
de la sociedad latifundista, clasista, de aquellos años?

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