Krakatau, que antiguamente se llamó equivocadamente Krakatoa, una isla del tamaño de Manhattan a medio camino entre el estrecho de Sonda, entre Sumatra y Java, desapareció la mañana del domingo 27 de agosto de 1883. Fue despedazada por una serie de poderosas erupciones volcánicas. La más violenta ocurrió a las 10.02 de la mañana, y reventó hacia arriba como la explosión formada por una gran bomba nuclear, con una fuerza estimada equivalente a 100-150 megatoneladas de TNT. La onda expansiva que creó viajó a la velocidad del sonido alrededor del mundo, alcanzando el lado pouesto de la Tierra cerca de Bogotá, Colombia, diecinueve horas más tarde, desde donde rebotó de vuelta a Krakatau y luego de vuelta otras veces hasta realizar al menos siete recorridos constatados sobre la superficie terrestre. Los sonidos audibles, parecidos al cañoneo distante de un barco en apuros, se despalzaron hacia el sur a través de Australia hasta Perth, hacia el norte hacia Singapur, y al oeste a 4.600 kilómetros de distancia, hasta la isla Rodríguez, en el océano Indico, la mayor distancia recorrida por un sonido transportado por el aire en toda la historia conocida. Cuando la isla se hundió en la cámara subterránea vaciada por la erupción, el mar se precipitó en su interior para llenar la caldera recién formada. Una columna de magma, rocas y cenizas se elevó en el aire a 5 kilómetros de altura, después cayó hacia tierra, empujando el mar hacia fuera en un tsunami de 40 metros de altura. Las grandes olas de marea, parecidas a negras colinas cuando se avistaron por primera vez en el horizonte, cayeron sobre las costas de Java y Sumatra, barriendo pueblos enteros y matando a cuarenta mil personas. Los segmentos que atravesaron los canales y llegaron a mar abierto continuaron como olas que se expandían alrededor del mundo. Las olas tenían todavía un metro de altura cuando llegaron a la costa de Ceilán, ahora Sri Lanka, donde ahogaron a una persona, su última víctima. Treinta y dos horas después de la explosión llegaban a Le Havre, Francia, reducidas finalmente a ondas de pocos centímetros de altura. Las erupciones levantaron más de 18 kilómetros cúbicos de rocas y otros materiales en el aire. La mayor parte de esta tefra, como es llamada por los geólogos, cayó rápidamente en forma de lluvia sobre la superficie, pero un residuo de aerosol de ácido sulfúrico y de polvo rebosó hasta una altura de 50 kilómetros y se difundió alrededor de la Tierra a través de la estratosfera; durante varios años estuvo produciendo puestas de sol de brillante color rojo y anillos episcopales, coronas opalescentes que rodean el Sol. En Krakatau la escena era apocalíptica. Durante las horas del día, a los que se hallaban lo basante cerca para ver las explosiones les parecía que el mundo entero llegaba a su fin. En el momento culminante de las 10.02, el bergantín norteamericano W.H.Besse se dirigía hacia el estrecho a 84 kilómetros al este-noreste de Krakatau. El primer oficial anotó en su cuaderno de bitácora que se oyeron estampidos terrorificos seguidos de "una pesada nube negra que se elevaba desde la dirección de la isla de Krakatoa; el barómetro cayó una pulgada de golpe, subiendo y bajando de pronto una pulgada cada vez; llamé a toda la tripulación, aferré todas las velas firmemente, lo que apenas se había terminado cuando la turbonada golpeó el barco con fuerza terrorífica; dejé caer el ancla de babor y toda la cadena en la cajonada, mientras el viento aumentaba hasta un huracán; dejé caer el ancla de estribor; se había estado oscureciendo desde las 9 de la mañana y, cuando la turbonada nos golpeó, era más oscuro que ninguna noche que yo hubiera visto; era medianoche a mediodía; una fuerte lluvia de cenizas llegó con la grupada, y el aire era tan denso que se hacía difícil respirar; noté asimismo un fuerte olor de azufre, y todos los tripulantes pensaban que iban a ahogarse. Los terribles ruidos procedentes del volcán, el cielo lleno de relámpagos, bífidos, que corrían en todas direcciones y que hacían la oscuridad más intensa que nunca; el aullido del viento a través del aparejo, todo formaba una de las escenas más salvajes y horribles imaginables, una escena que nadie a bordo olvidaría jamás, pues todos creían que habían llegado los últimos días de la Tierra. El agua se dirigía hacia nosotros desde la dirección del volcán a una velocidad de 12 millas por hora; a las 4 de la tarde el viento se había moderado, las explosiones casi habían cesado, la lluvia de cenizas ya no era tan intensa; de este modo pude ver las cubiertas; el barco estaba recubierto con toneladas de finas cenizas parecidas a piedra pómez, que se pegaban a las velas, a los aparejos y a los mástiles como cola." Extracto del capítulo 2 del libro de Edward O. Wilson, titulado 'La Diversidad de la Vida, publicado en español por Editorial Crítica, Colección Drakontos (Barcelona, 1994) Información acerca de esta y otras erupciones volcánicas disponible en:http://erupcionesvolcanicas.blogspot.com/
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