Una de las claves para sobrevivir anímicamente
en la ciudad está en la palabra aceptación.
Los que hemos optado por anclar nuestra existencia
en las aglomeraciones urbanas tendríamos que tolerar
una cuota de molestias en compensación
por los beneficios y las libertades de las que disfrutamos.
por los beneficios y las libertades de las que disfrutamos.
Así como otros conviven con el ruido permanente del mar,
nosotros lo hacemos con el de autos, música ajena,
sirenas, alarmas pegadas, voceos, taladros
y eventuales helicópteros merodeando en el cielo.
Incluso los ladridos de los perros citadinos no son tan desagradables
cuando se escuchan a distancia, en la noche, en medio del sueño.
Hay un ruido, eso sí, cuya legitimidad
está en duda para mí: el de las motos.
Uno de los coletazos del Transantiago
que jamás ha podido remediarse
fue el incremento de las motos,
fue el incremento de las motos,
lo que en términos acústicos ha sido una calamidad.
A veces, en mitad del silencio nocturno
(entre las dos y las seis de la madrugada)
escuchamos a algunos de estos
escuchamos a algunos de estos
aparatos espantosos aproximarse a diez cuadras.
Es un sonido que cala los nervios,
sensación que se incrementa
en la medida en que el conductor acelera.
en la medida en que el conductor acelera.
Ya sabemos: cuando el motorista
pase bajo nuestra ventana estaremos crispados,
saturado el cuerpo por las emanaciones químicas
saturado el cuerpo por las emanaciones químicas
asociadas a la ira.
Luego seguiremos escuchando al infeliz
Luego seguiremos escuchando al infeliz
alejarse durante otras diez cuadras,
y es muy probable que cuando
y es muy probable que cuando
su tronadura desaparezca
nos quedemos con insomnio,
nos quedemos con insomnio,
girando en la incómoda certidumbre
de que nos han privado
de que nos han privado
de aquello con lo que estábamos soñando.
Ay de aquel cuyo sueño,
Ay de aquel cuyo sueño,
en tales circunstancias,
fuera una escena de amor casi real,
un idilio armado con toda la retórica
fuera una escena de amor casi real,
un idilio armado con toda la retórica
del romanticismo y de la pasión amorosa.
Su rabia será triple,
su frustración lo volverá por un momento
un animal asesino, asediado, perplejo.
Qué dolor primitivo
un animal asesino, asediado, perplejo.
Qué dolor primitivo
el de perder esa mujer onírica,
de ondulado pelo rubio oscuro,
encantadora y enamorada como Circe,
para volver de sopetón a una realidad
donde no hay más compañía
que la de la sombra del follaje
proyectada en los muros de la pieza
por los focos de la calle.
Todo por culpa de un motorista orondo,
dueño de un vehículo chino de muy menor cuantía.
En fin, es la vida nomás.
Hace dos mil años Marco Aurelio nos advertía:
cada día hay que prepararse para enfrentar
a un inoportuno, a un grosero, a un petulante.
Recordamos malamente sus palabras
cada vez que enfrentamos
un incordio cotidiano protagonizado por el prójimo,
gente igual a nosotros,
de ondulado pelo rubio oscuro,
encantadora y enamorada como Circe,
para volver de sopetón a una realidad
donde no hay más compañía
que la de la sombra del follaje
proyectada en los muros de la pieza
por los focos de la calle.
Todo por culpa de un motorista orondo,
dueño de un vehículo chino de muy menor cuantía.
En fin, es la vida nomás.
Hace dos mil años Marco Aurelio nos advertía:
cada día hay que prepararse para enfrentar
a un inoportuno, a un grosero, a un petulante.
Recordamos malamente sus palabras
cada vez que enfrentamos
un incordio cotidiano protagonizado por el prójimo,
gente igual a nosotros,
con los mismos derechos ciudadanos,
pero cuya conducta difiere cualitativamente
de la que nos empeñamos en mantener:
la veterana que avanza a codazos en el metro,
el vejestorio represor de niños
-inventor de leyes sacadas de la manga-
en plazas y zonas de degustación de supermercados,
la telefonista de radiotaxis que niega enfáticamente
que hayamos solicitado el "móvil"
que nos ha plantado a la siete de la mañana.
El consuelo radica en la certeza
de que también veremos personas agradables,
divertidas y que por último podremos ver
pasar por Providencia a niñas preciosas
que no se sabe de dónde salen
y que en el verano se multiplican como malezas.
pero cuya conducta difiere cualitativamente
de la que nos empeñamos en mantener:
la veterana que avanza a codazos en el metro,
el vejestorio represor de niños
-inventor de leyes sacadas de la manga-
en plazas y zonas de degustación de supermercados,
la telefonista de radiotaxis que niega enfáticamente
que hayamos solicitado el "móvil"
que nos ha plantado a la siete de la mañana.
El consuelo radica en la certeza
de que también veremos personas agradables,
divertidas y que por último podremos ver
pasar por Providencia a niñas preciosas
que no se sabe de dónde salen
y que en el verano se multiplican como malezas.
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