Mario Vargas Llosa entrevistado por Alberto Fuguet post Nobel

"Más que jubilar, ahora voy a rockear

Ésta no fue una "Conversación en La Catedral", como su famosa novela, sino en el Hotel Ritz de Santiago. Recién distinguido con el mayor galardón de las letras mundiales, Mario Vargas Llosa no sólo habló de sus libros, sus lectores, de la experiencia política que lo dejó agotado. Se atrevió a pisar el espinoso terreno de las emociones. No son pocas las sorpresas. 

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Mario Vargas Llosa, con todos sus increíbles e inmensos dientes blancos, abre la puerta de la suite presidencial del Hotel Ritz. Viste impecable, de corbata.
-Pasen. ¿Estaban tocando el timbre hace mucho?
Hay algo raro y normal en este primer momento. Que sea él y no un mayordomo de guantes blancos quien abra la suite. Pero Vargas Llosa no se ve fuera de lugar en una habitación presidencial. Parece presidente. Tiene esa prestancia. Aunque igual es raro que el huésped de esta inmensa suite llena de paneles de madera, comedores de caoba, cojines de señora y cuadros de escenas de caza inglesa no sea un presidente. Al revés: él perdió una elección. Fue hace años. Hoy hay una energía que lo rodea y lo expulsa lejos del mundo más bien pedestre del poder. Su fama ahora es otra y aquí el síndrome de Estocolmo parece adquirir un nuevo significado.
El acento de Vargas Llosa sigue siendo perfecto y escucharlo hablar, suelto, sin discursos o micrófonos, cara a cara, sorprende. Su dicción no cambia, aunque ahora su voz suena levemente rasposa. Todos me han dicho que está exhausto. Puede ser. Pero si ésta es la energía que emana exhausto, cómo será cuándo está empilado.
El escritor peruano provoca ese grado de energía que sólo logran las estrellas y los rockeros y los futbolistas. Incluso los presidentes se alinean a mirarlo y saludarlo. En una charla más íntima, el sábado pasado, el propio presidente Piñera (de sport, con camisa rosada) se sentó -calmado- al final de una sala a anotar como si fuera uno de sus alumnos. En las dos charlas públicas a las que asistí con ocasión de los 20 años del Instituto Libertad y Desarrollo, Vargas Llosa siempre fue la única estrella de rock real que circulaba.
-Pues, el Nobel ayuda, sin duda -me comenta-. Antes me pifiaban. Así son las cosas, ¿no?
-¿Dónde tiene la medalla?, ¿en el bolsillo, en la maleta?- le pregunto mientras él firma El sueño del celta a una grupo de cincuentonas que lo miran como quinceañeras y los flashes del fotógrafo oficial se confunden con los de las cámaras digitales de los groupies con MBA  y doctorados.
Vargas Llosa se larga a reír. Es bueno para reírse y contagioso verlo reír, porque sus dientes entran en acción y se lucen.
-No, no… está en la casa, en Lima.
-¿Bajo vidrio? ¿En una vitrina? ¿Colgando junto a las corbatas?- insisto.
-No, no, no -y se sigue riendo-. ¿Qué pregunta tan curiosa? ¿Por qué quieres saber eso? La tengo en una repisa donde están mis libros.
"Allá me pasó, hombre, algo que nunca me ocurre: me emocioné leyendo el texto. No entendía lo que me pasaba. Primer síntoma real de vejez, me dije. Los viejos tienden a ser llorones, sensibleros. Nunca me había ocurrido antes. Nunca. Pero me ocurrió leyendo el discurso del Nobel".
Su mujer, Patricia ("Patricia es el Perú…" como dijo él en su discurso en Suecia), está atenta y lo interrumpe: "Ay, Mario, cómo dices eso: está en el museo".
-¿Qué museo?, pregunta él.
-El Museo Nacional -responde Patricia y me mira-. Armaron una exposición de la vida de Mario con todos los libros, las portadas, las fotos… bien impresionante.
-¿Y cuándo la devuelven?- insiste el Nobel.
-En enero, Mario. Por Dios, cómo le dices que está en la casa.
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-¿Es el Nobel una coronación?
-Todo tiene su precio. Ahora parece que… estás santificado. Que ya tienes permiso para ser o escribir lo que quieras, pero tú sabes que eso dura poco porque toda esta luz y atención también provoca o va a provocar reacciones más bien hostiles. Tampoco tengo ahora pase libre con la crítica, por ejemplo.
-Con novela nueva, Nobel recién entregado y más de dos docenas de libros, ¿aún le interesa o puede afectarle la crítica? ¿El sueño del celta está más protegido que Historia de Mayta?
-Decir que no me importa la crítica sería mentira. Me interesa mucho. A ratos me irrita, a ratos me contenta… Lo que no creo es que la crítica vaya a cambiar mi manera de escribir. Quizás la reacción hacia Mayta, por el contrario, me hizo creer aun más en ese tipo de narrativa entre histórica e investigada. Lo que sí es indudable respecto a la crítica es que es un notable y preciso indicio de cómo llega el libro al público. Cuando un libro se lee mal, no hay nada que hacer. Y puede ser mal leído por la crítica o por un sector o simplemente por la suma de los sectores que arman la cultura o la opinión pública. Un libro como Mayta que es recibido tan hostilmente termina siendo dañado en su lectura. En cambio, con La Fiesta del Chivo pasó lo contrario: fue sorprendente y unánimemente bien recibido. Con buenas críticas, muchos lectores…


-¿Dónde hubo más disonancia entre lo que creyó que hizo y cómo fue recibido?
-Mayta, claro. De todos mis libros, el más vapuleado, atacado, humillado. Lejos. Y el otro diría que fue uno que hice con un enorme trabajo y cariño: El paraíso en la otra esquina, recibido más bien tibiamente. Sin embargo eso no me afecta, porque estoy muy contento con esa novela. Escribirla fue vivir una aventura y me tocó hacer viajes e investigar.
-¿Perdió alguna vez lectores? Fans o lectores cercanos que lo hayan abandonado por un divorcio ideológico. Hoy es raro ver esta casi total aceptación y en Perú un orgullo colectivo… Yo recuerdo que había poco menos que leer a Vargas Llosa a escondidas.
- Mira: yo he perdido muchos amigos por la cosa política.
-¿Y lectores? Porque a la larga tus verdaderos amigos son tus lectores, ¿no?
-Algunos, quizás. Pero quizás no eran realmente tan amigos. Lo más probable es que sí, por esa cosa nuestra de identificar la amistad con la coincidencia total, ¿no?  Sobre todo en el campo político. No se puede ser amigo de verdad de un adversario político. Eso me parece la incivilización total. Y una manera de ser bárbaro es no querer o poder leer a alguien que piense distinto, casi por miedo.
-¿Miedo a que lo puedan persuadir?
-La gente prejuiciosa defiende contra viento y marea sus prejuicios. Los sienten muy suyos y los confunden con valores o principios. Y sin duda hubo un momento en que el prejuicio hacia mí era intenso. Me parece que cada vez menos, pero sí… y claro, resulta un poco desmoralizador que te repitan hasta el cansancio: "Bueno, sí, se lo puede leer porque sus novelas no están mal, pero lástima que sus políticas sean conservadoras, reaccionarias…". Esto lo he escuchado mil veces… Ahora: ¿ha sido eso un obstáculo para mi carrera como escritor? Creo que no. Al escribir uno se aísla tanto, se embarca de una manera tan comprometida con lo que estás haciendo, que al final no importa tanto lo que pasa afuera. Y lo que sí te puede afectar, se transforma en material literario y tienes que expulsarlo escribiendo. Al final, los grandes temas de la literatura tienen que ver con el barro humano.
-Y el barro humano personal, ¿cómo se trabaja? A mí me gusta mucho El pez en el agua y tiendo a recomendarlo a la gente que quiere ser un creador. Les digo: aquí está todo lo que necesitas saber. ¿Le parece que les puede servir, que tiene algo de manual de escritor?
-Nunca había pensado en El pez en el agua como un manual, pero ahora que lo pienso quizás es acerca de mi vocación. Partió como una catarsis para expulsar y poner atrás mi experiencia política, que había sido una experiencia eterna, tres años completos que me apartaron de lo que me gusta: leer, escribir, estar solo… En política, casi tienes que vivir en la promiscuidad absoluta... Fue una experiencia muy rica, pero atrozmente violenta y deprimente… Me tocó ver de frente lo peor de la política, las intrigas, los odios, el chantaje… Salí de esa derrota con ganas desesperadas de sacarme esa experiencia. Y por eso escribí ese libro. Iba a ser sólo la memoria política, pero rápidamente me di cuenta que eso iba a dar un retrato incompleto, falso, de lo que yo había sido. Y ahí capté que iban a ser las memorias de mi vocación. Ese libro me hizo tan bien, realmente me liberó de esos tres años. Fue una transición buenísima para volver a ser yo y volver al mundo de las letras.
"Hubo un momento en que el prejuicio hacia mí era intenso. Resulta un poco desmoralizador que te repitan hasta el cansancio: 'Bueno, sí, se lo puede leer porque sus novelas no están mal, pero lástima que sus políticas sean conservadoras, reaccionarias…'. Lo he escuchado mil veces… Ahora, ¿ha sido eso un obstáculo para mi carrera como escritor? Creo que no".
-¿Está de acuerdo que es un libro ideal para alguien que quiere escribir?
-Yo siempre lo vi de otro modo, pero quizás sea cierto. Ahí me desnudo y me confieso y cuento aquellos traumas con los que uno escribe o son los que te hacen escribir. Hay que ser como el catoplebas, el animal que se come los pies y que se alimenta de sí mismo. Es una metáfora maravillosa de lo que es ser escritor: vives comiéndote, sacando lo que tienes dentro, usando las experiencias más ricas y más desagradables como materia prima.
-Todo al final sirve…
-Creo que un buen escritor, del lado que sea, lo quiera o no, de alguna manera tiene que ser un rebelde radical contra el mundo o algunos aspectos del mundo que vive. Es algo innato, que no se puede controlar y que hace que alguien que narra también reclame o diga lo que no debe o no está de moda.
-¿No ser políticamente correcto?
-Eso es lo peor que le puede pasar a un escritor. Como narrador quedará dañado. Un  escritor tiene que ser un inconformista. Para mí, la literatura que perdura y provoca es la que denuncia que las cosas andan mal o son insuficientes. Uno narra para aplacar los apetitos, los sueños, los deseos.  Toda literatura nace de una protesta, de una respuesta casi visceral a algo que te molesta.
-Tiene que rockear
-¿Rockear? A ver, explícate.
-Me parece que a usted le gusta rockear y entiende su rol como rockero. En la charla que dio el viernes 17 tuvo la ocasión de callar o no elevar tanto la voz o no encarar a Sebastián Edwards. Pero lo hizo. Alteró la sala, a los asistentes, al panel. Rockeó.
-No sé, quizás… Nunca he ido a un concierto de rock. Yo llegué hasta el mambo. El rock fue un tipo de gimnasia al que no llegué. ¿Rockero? Fíjate que me gusta la idea de ser rockero.
-Creo que lo es: usa su tribuna para rockear.
- Si tú lo dices. ¿El verbo es rockear?
-Sí, de rock.
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Vargas Llosa tiene una duda. Pregunta: "¿Qué es exactamente un nerd? Leí algo anoche donde tildaban a alguien de nerd. ¿Tú sabes qué significa exactamente? ¿Es un término americano? Me parece que es contemporáneo, ¿no?".
Trato de responder: "¿Nerd…? Uf. El grupo de Los cachorros no eran unos nerds… A ver… un nerd no es un rockero, pero puede -creo- transformarse en uno. Yo creo, con todo respeto, que quizás usted fue un nerd, pero de los de antes. Un tipo que lee y lee sería medio nerd. Y ahora son los que leen cómics o novelas gráficas o bajan muchas películas a su computador o se pasan jugando videojuegos. Es raro explicar lo que un nerd, don Mario". Y continuamos la entrevista.
- ¿Usted ha jugado videojuegos?
-No. Este nuevo mundo de la tecnología me queda muy lejos y sé poco. Curiosidad tengo, sí. Pero no me veo con un iPad o con libros electrónicos. Para qué te voy a mentir: me inspira mucha desconfianza. Tengo  la impresión que la literatura escrita directamente para la pantalla será más superficial, más banal, puro entretenimiento en el peor sentido. Ése es mi temor con los libros electrónicos escritos directamente para la pantalla.
-Hablando de pantallas de otro tipo, yo leí su discurso del Nobel en mi computador, vía YouTube…
-¿Está en YouTube?
-Claro. Todo está en You Tube.
-Bueno, yo he visto poco de YouTube, pero esto que me cuentas es sin duda una manera de romper fronteras. Se van borrando, las expresiones culturales van cruzando de territorio de manera instantánea y se crean redes internacionales donde no existe -por lo que entiendo- un centro ordenador. Se va formando y creando solo, a medida que cada usuario hace un aporte. Y eso me parece una práctica democrática y civilizada.
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-¿Siente que la noticia de su Nobel fue bien recibida por estos lados?
-Sí, me sorprendió mucho. Y me agradó, claro. Yo pensé que iba a ser mucho más polémico. Es curioso: con el Nobel no ha pasado realmente eso. Ha sido bien recibido de una manera casi unánime. A nadie le ha parecido mal. Lo que me asusta. Las unanimidades son peligrosas. Los gestos de cariño en el Perú han sido impresionantes.
-¿Qué le pasa cuando dicen que el Nobel es para jubilados, que es el cierre de una carrera? ¿El sueño del celta es entonces el último libro?
-Para nada. Quiero descansar un poco, sí. Pero tengo muchos proyectos. No hay que dejarse enterrar. Ni morir estando vivo. El primero será un ensayo sobre el arte y el espectáculo; y luego quiero escribir una novela ambientada de nuevo en Piura, que es una ciudad fronteriza que ha crecido mucho, que ha prosperado, pero a la vez eso hace que se criminalice. Creo que será una suerte de thriller. Así que de jubilación, nada.  Más que jubilar, lo que hay que hacer ahora es seguir rockeando. Rockear. Me gustó el término, fíjate.
-El discurso del Nobel es bien personal. ¿Cómo se escribe? Uno intuye que no es un texto cualquiera…
-Ese discurso lo escribí a saltos de mata. Estaba superado. En constante movimiento y casi sin lugar físico para concentrarme. Yo seguía en Nueva York, pero pasaba en Princeton, donde daba clases. Y tenía que ir en tren a clases y meterme a esa estación de tren espantosa, Penn Station, donde uno se pierde y donde no funcionan los ascensores, las escaleras mecánicas, y tenía que arrastrar las maletas con libros pesados.
-O sea, hay cosas que un Nobel no es capaz de atajar…
-Más bien las aumenta, porque uno se vuelve un Nobel arrastrando maletas por pasadizos infectos. Y para peor, no sabes cómo aumentaron las llamadas y peticiones. Aterrador, la verdad. Enloquecedor. Además, yo me había comprometido con antelación, para este último trimestre, a dar unas conferencias en México y Brasil. Y eso me hizo tener que dar más horas de clases, ya que el Nobel me hizo atrasarme con ellas, así que de pronto me di cuenta que no tenía tiempo. El discurso lo escribí en autos, trenes, aviones, hoteles, cafeterías. Y con la angustia del deadline que era el 18 de noviembre, pues tenían que traducirlo.
-¿Qué leyó para inspirarse?, ¿otros discursos?
-La Academia me envió muchos discursos de aceptación. Hay algunos muy malos, pero otros estupendos. Creo que usé el de Camus como modelo, porque mezcla lo personal con ideas respecto de la vocación, de la literatura… Es un discurso que transpira sinceridad. Cuando escribes con ese apuro, necesidad, urgencia, muchas veces abres más compuertas y te salen más confesiones…
-Me llama la atención que cuando habla de cosas íntimas usa la palabra confesión, que yo siento más ligada, no sé, a lo criminal. ¿No cree que quizás la palabra correcta es personal?, ¿o es porque para alguien de su generación abrirse así tiene algo de criminal?
-Sí, es cierto: personal. No es ningún crimen ni tiene por qué serlo exponer tus emociones, tus deudas, lo que te convirtió en lo que eres. Pero sí, para mi generación, lo personal no se trataba, se guardaba porque simplemente no era costumbre. Había un cierto pudor para volcar la intimidad y yo creo que todavía me queda algo de eso…
-Pero en el discurso parece que pensó menos en el pudor y más en lo que sentía. Sobre todo cuando lo leyó en Estocolmo…
-Allá me pasó, hombre, algo que nunca me ocurre: me emocioné leyendo el texto. No entendía lo que me pasaba. Primer síntoma real de vejez, me dije. Los viejos tienden a ser llorones, sensibleros. Nunca me había ocurrido antes. Nunca. Pero me ocurrió leyendo el discurso.
-¿Le dio vergüenza?
-No, al revés: me sentí bien después. Calmado, fíjate. Muy calmado.
Mario Vargas Llosa deja de sonreír y mira hacia el lado, hacia donde entra el sol por la ventana. Piensa un poco. Luego me mira y entiendo que quizás ya es hora de parar las confesiones y los asuntos personales. Hay gente que espera abajo en un salón.
Es hora de empezar a rockear.

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