En 2011 habrá siete mil millones de almas en el planeta...‏

Siglo I d.C. Doscientos millones
1800 Mil millones
1930 Dos mil millones
1960 Tres mil millones
1974 Cuatro mil millones
1987 Cinco mil millones
1999 Seis mil millones
2011 Siete mil millones
(proyectado)
2024 Ocho mil millones
2045 Nueve mil millones
 
Fuente: National Geographic, Enero 2011
 
A un ritmo de 150 personas que nacen por minuto...
 
 
El transcriptor de este artículo
no necesariamente comparte
todos los juicios expresados
en este artículo que congrega
algunos aspectos cruciales
para la sobrevivencia
de parte importante de la humanidad
en las décadas próximas:
la crisis alimentaria mundial
 
Lo que sí está claro,
la salud del suelo
y la de la comunidad
están relacionadas...
 
El cultivo del humus
preservará nuestra humanidad,
o no será...
 
 
El fin de la abundancia: la crisis alimentaria mundial
National Geographic en Español, Lunes, 1 de junio de 2009http://ngenespanol.com/2009/06/el-fin-de-la-abundancia-la-crisis-alimentaria-mundial-articulos/
 
Una población que alcanzará los 8 000 millones en 2025
es el factor determinante de una mayor demanda de alimentos.
 
Bangladesh
Una mujer barre un arrozal cosechado
y recoge granos sobrantes para alimentar a su familia.
 
Uno de los mayores consumidores de arroz en el mundo,
Bangladesh, necesita más cada año para alimentar a su población.
 
En los últimos dos años, un aumento de casi el doble en los precios
–exacerbado por inundaciones y un ciclón que devastó las cosechas en
2007– elevó a 35 millones el total de personas hambrientas en la
nación.
_____
 
El acto más sencillo y natural de todos.
 
Nos sentamos a la mesa, tomamos un tenedor
y probamos un jugoso bocado, sin darnos cuenta
de las ramificaciones mundiales que supone volvernos a servir.
 
Las reses vienen de Iowa, alimentadas con maíz de Nebraska.
 
Para los estadounidenses las uvas vienen de Chile,
los plátanos de Honduras, el aceite de oliva de Sicilia,
el jugo de manzana no viene del estado de Washington, sino de China.
 
La sociedad contemporánea nos ha liberado
de la carga de cultivar, cosechar,
incluso de preparar el pan nuestro de cada día
a cambio de sólo pagar por ello.
 
Únicamente hacemos caso cuando los precios suben.
 
Y las consecuencias son profundas.
 
El año pasado el alza vertiginosa del costo de los alimentos
fue una llamada de atención para el planeta.
 
Entre 2005 y el verano de 2008
se triplicó el precio del trigo y el maíz,
y se quintuplicó el del arroz,
dando lugar a motines
a causa de los alimentos
en una veintena de países
y dejando más de 75 millones de personas
expuestas a la pobreza.
 
Sin embargo, a diferencia
de las sacudidas anteriores
impulsadas por una escasez alimentaria
a corto plazo, el alza de precios
aconteció en un año
en el que los agricultores mundiales
obtuvieron máxima histórica
en su cosecha de cereales.
 
Más bien, los precios altos
eran síntoma de un problema mayor
que tira de los hilos
de nuestra red alimentaria mundial.
 
Y no desaparecerá en el futuro cercano.
 
En palabras llanas:
durante la mayor parte de la década anterior,
el mundo ha consumido más alimentos
de los que produce.
 
Después de años de reducir las reservas,
en 2007 el mundo presenció una caída
de los remanentes mundiales
a 61 días de consumo mundial,
la segunda menor registrada.
 
“El crecimiento de la productividad agrícola
es apenas de 1 a 2 por ciento anual
–advirtió en plena crisis Joachim von Braun,
director general del Instituto Internacional
de Investigaciones sobre Políticas Alimentarias
con sede en Washington, D.C.–.
 
Es demasiado bajo para cubrir
el crecimiento de la población
y el aumento en la demanda”.
 
Los precios elevados son la señal última
de que la demanda sobrepasa a la oferta,
de que simplemente no hay alimentos suficientes.
 
Esta agflación, es decir, inflación alimentaria,
golpea con mayor fuerza a los miles de millones
de personas más pobres del planeta,
dado que suelen gastar entre 50 y 70 por ciento
de sus ingresos en alimentos.
 
Aunque los precios hayan disminuido
con la implosión de la economía mundial,
aún se hallan cerca de máximos históricos
y permanecen los problemas subyacentes
de reservas bajas, población creciente
y estabilización en el aumento de los rendimientos.
 
Se prevé que el cambio climático
(con temporadas de cultivo más calurosas
y mayor escasez de agua) reducirá las cosechas
en gran parte del mundo, aumentando
el espectro de lo que algunos científicos
llaman ahora una crisis alimentaria perpetua.
 
¿Qué hará entonces
un mundo caluroso,
lleno de gente y hambriento?
 
Esa es la pregunta con la que lidian Von Braun
y sus colegas del Grupo Consultivo
sobre Investigaciones Agrícolas Internacionales.
 
Se trata del grupo de centros de investigación agrícola
de renombre mundial que contribuyó
a doblar el rendimiento promedio
de maíz, arroz y trigo entre
mediados de los cincuenta y de los noventa,
un logro tan asombroso que fue conocido
como la revolución verde.
 
Sin embargo, dado que la población mundial
aumenta vertiginosamente y alcanzará
los 9 000 millones de personas hacia mediados de siglo,
estos expertos aseguran que hace falta repetir el logro
y duplicar la producción actual de alimentos hacia 2030.
 
En otras palabras, necesitamos otra revolución verde.
 
Y en la mitad del tiempo.
 
Desde que nuestros antepasados
abandonaron la caza y la recolección
para arar y sembrar hace unos 12 000 años,
nuestro número avanza de la mano
con nuestra capacidad agrícola.
 
Cada adelanto (la domesticación de animales,
el riego, la producción de arroz de regadío)
condujo a un salto correspondiente en la población humana.
 
Cada vez que las existencias
de alimentos se estancaban,
la población se estabilizaba.
 
Antiguos escritores árabes y chinos
señalaron los nexos
entre población y recursos alimentarios,
pero no fue sino hasta fines del siglo XVIII
cuando un estudioso británico
intentó explicar el mecanismo exacto
que relacionaba ambos; y se convirtió,
quizá, en el científico social
más infamado de la historia.
 
Thomas Robert Malthus,
cuyo nombre diera origen
a términos como “catástrofe maltusiana”
y “maldición maltusiana,”
era un apacible matemático,
clérigo y, a decir de sus críticos,
el referente supremo del vaso medio vacío.
 
Cuando unos cuantos filósofos de la Ilustración,
atolondrados por el éxito de la Revolución Francesa,
comenzaron a predecir el mejoramiento continuo
e ilimitado de la condición humana,
Malthus aplastó sus predicciones.
 
La población humana, observó,
aumenta a una tasa geométrica,
duplicándose cada 25 años más o menos
si no encuentra obstáculos,
mientras que la producción agrícola
aumenta a una tasa aritmética,
con mucha mayor lentitud.
 
Allí yacía una trampa biológica
de la cual la humanidad jamás podría escapar.
 
“La capacidad de crecimiento de la población
es infinitamente mayor que la de la tierra
para producir alimento para la humanidad
–escribió en su Ensayo
sobre el principio de la población, en 1798–.
 
Esto implica que la dificultad
para conseguir alimento
ejercerá sobre la población
una fuerte y constante presión restrictiva”.
 
Malthus pensaba que las restricciones
podrían ser voluntarias
(como el control de la natalidad,
la abstinencia o el retraso del matrimonio)
o involuntarias (por el azote de la guerra,
la hambruna y las enfermedades).
 
Se opuso a la ayuda alimentaria para todos,
salvo las personas más pobres,
pues sentía que esa ayuda alentaba
a que nacieran más niños en la miseria.
 
La revolución industrial
y la siembra de tierras comunales inglesas
aumentaron espectacularmente
la cantidad de alimento en Inglaterra,
barriendo con Malthus y depositándolo
en el cesto de basura de la era victoriana.
 
Sin embargo, fue la revolución verde
la que volvió al reverendo el hazmerreír
de los economistas contemporáneos.
 
Desde 1950 el mundo ha experimentado
el mayor crecimiento poblacional de la historia humana.
 
Después de la época de Malthus,
se agregaron seis mil millones de personas
a las mesas del planeta.
 
Pero, gracias a mejores
métodos de producción de cereales,
se alimentó a casi todas estas personas.
 
Por fin nos habíamos desecho
por completo de los límites maltusianos.
 
O eso pensábamos.
 
La décimo quinta noche
del noveno mes del calendario lunar chino,
3 680 aldeanos, casi todos de apellido He,
estaban sentados bajo una lona
con goteras en la plaza de Yaotian, China,
y se apresuraron a degustar una comida de 13 platos.
 
El acontecimiento
era un banquete tradicional
en honor de los ancianos.
 
Incluso con la recesión mundial,
los tiempos aún son relativamente buenos
en la provincia suroriental de Guangdong,
donde se sitúa Yaotian en medio
de parcelas de estampilla postal
y lote tras lote de fábricas nuevas
que contribuyen a convertir esta provincia
en una de las más prósperas de China.
 
Cuando las épocas son buenas,
los chinos comen cerdo. Mucho cerdo.
 
El consumo per cápita
en el país más poblado del mundo
aumentó 45 % entre 1993 y 2005,
de 24 a 34 kilogramos al año.
 
Un empresario afable,
el consultor de la industria porcina
Shen Guangrong, recuerda que su padre
criaba un cerdo anualmente,
que era sacrificado en el año nuevo chino.
 
Era la única carne que comían al año.
 
Los cerdos que criaba el padre de Shen
no necesitaban mucha atención,
eran variedades resistentes
de color blanco y negro
que comían casi cualquier cosa:
restos de comida, raíces, basura.
 
No sucede lo mismo
con los cerdos contemporáneos de China.
 
Después de las mortales protestas
realizadas en la Plaza Tiananmen en 1989,
que culminaron un año de disturbios políticos
exacerbado por los elevados precios de los alimentos,
el gobierno comenzó a ofrecer incentivos fiscales
a las grandes granjas industriales
para satisfacer la demanda creciente.
 
A Shen se le encomendó trabajar
en una de las primeras granjas de cerdos en China
que forman parte de las Actividades Concentradas
de Alimentación de Animales (CAFO,
por sus siglas en inglés), en la cercana Shenzhen.
 
Estas factorías, que han proliferado en años recientes,
dependen de razas alimentadas con mezclas avanzadas
de maíz, harina de soya y suplementos para que crezcan rápidamente.
 
Esas son buenas noticias para el chino promedio,
amante de la carne de cerdo, que, con todo,
consume apenas 40 % de la carne
que comen los estadounidenses.
 
Sin embargo, esto es preocupante
para las existencias mundiales de cereales.
 
Comer carne es una forma
increíblemente ineficaz de alimentarnos.
 
Hacen falta cinco veces más cereales
para obtener la cantidad equivalente de calorías
que se generan al comer cerdo
que al sólo comer cereal:
10 veces más si hablamos de las reses
de Estados Unidos engordadas con cereales.
 
A medida que se destinan más cereales al ganado
y a la producción de biocombustibles para autos,
el consumo anual mundial de cereales
ha aumentado de 815 millones de toneladas métricas
en 1960 a 2 160 millones en 2008.
 
Incluso China, el segundo país productor de maíz del planeta,
no puede producir cereal suficiente para alimentar a todos sus cerdos.
 
Casi todo el déficit se compensa
con soya importada de Estados Unidos o Brasil,
uno de los pocos países que puede ampliar sus tierras
de cultivo, a menudo arando el bosque tropical.
 
La creciente demanda de alimentos,
piensos y biocombustibles
ha sido un factor determinante
en la deforestación de los trópicos.
 
Entre 1980 y 2000
más de la mitad de las hectáreas
de tierras de cultivo nuevas
se obtuvieron de bosques tropicales vírgenes.
 
Brasil aumentó 10 % anual
sus hectáreas de soya
en la Amazonia entre 1990 y 2005.
 
Parte de esta soya brasileña podría terminar
en los molinos de las Granjas Guangzhou Lizhi,
la mayor de las CAFO de la provincia de Guangdong.
 
Algunos expertos prevén que para cuando
en China haya más de 1 500 millones de personas,
en algún momento de los próximos 20 años,
harán falta otros 200 millones de cerdos
sólo para mantenerse al paso.
 
Y eso es sólo en China.
 
Se espera que hacia 2050
el consumo mundial de carne se duplique.
 
Eso significa que vamos a necesitar muchos más cereales.
 
Esta no es la primera vez que el mundo
se encuentra al borde de una crisis alimentaria,
es sólo la iteración más reciente.
 
A los 83 años, Gurcharan Singh Kalkat
ha vivido lo suficiente para recordar
una de las peores hambrunas del siglo XX.
 
En 1943 murieron
alrededor de cuatro millones de personas
en la “corrección maltusiana” conocida
como la hambruna de Bengala.
 
Durante las dos décadas posteriores a esa fecha,
India tuvo que importar millones de toneladas
de cereales para alimentar a su pueblo.
 
Luego llegó la revolución verde.
 
A mediados de la década de los sesenta,
cuando India luchaba por alimentar a su pueblo
después de otra grave sequía,
un biogenetista estadounidense
llamado Norman Borlaug
trabajaba junto con investigadores indios
para llevar sus variedades de trigo
de alto rendimiento al Punjab.
 
Las nuevas semillas eran un don del cielo,
dice Kalkat, en esa época
director adjunto de agricultura para el Punjab.
 
En 1970, los agricultores
casi habían triplicado su producción
con la misma cantidad de trabajo.
 
“Teníamos el gran problema
de qué hacer con el excedente –afirma–.
 
Cerramos las escuelas un mes
antes para almacenar
la cosecha de trigo en los edificios”.
 
Borlaug nació en Iowa
y consideró que su misión
era llevar a los lugares pobres
de todo el planeta
los métodos agrícolas de alto rendimiento
que convirtieron la región central
de Estados Unidos
en el granero del mundo.
 
Sus nuevas variedades de trigo enano,
de tallos cortos y robustos
que soportaban infrutescencias completas y gordas,
fueron un avance sorprendente.
 
Podían producir un cereal distinto
a cualquier variedad de trigo antes vista,
siempre y cuando hubiera agua abundante,
fertilizantes sintéticos y poca competencia
de malas hierbas o insectos.
 
Con ese fin, el gobierno de India
subsidió canales, fertilizantes
y la perforación de pozos
entubados para el riego,
y dotó a los agricultores
de electricidad gratuita
para bombear agua.
 
Las nuevas variedades de trigo
se difundieron rápidamente por toda Asia,
modificando las prácticas agrícolas tradicionales
de millones de agricultores; pronto fueron seguidas
por nuevas cepas de arroz “milagroso”.
 
Los nuevos cultivos
maduraban con mayor rapidez
y permitían a los agricultores
recoger dos cosechas al año
en lugar de una.
 
Hoy día, una cosecha doble de trigo,
arroz o algodón es la norma en el Punjab,
que, junto con la vecina Haryana,
hace poco suministró
más de 90 % del trigo
que hacía falta a los estados de India
con déficit de cereales.
 
La revolución verde comenzada por Borlaug
no tenía nada que ver con la etiqueta verde amable
con el ecosistema que está en boga en la actualidad.
 
Dado su empleo de fertilizante sintético
y plaguicidas para cuidar enormes campos
de un mismo cultivo, práctica conocida
como monocultivo, este nuevo método
de agricultura industrial era la antítesis
de la tendencia orgánica actual.
 
Más bien, William S. Gaud,
entonces administrador
de la Agencia de Estados Unidos
para el Desarrollo Internacional,
acuñó la frase en 1968
para describir una alternativa
a la revolución roja de Rusia,
en la que obreros, soldados
y campesinos hambrientos
se habían rebelado violentamente
en contra del régimen zarista.
 
Más pacífica, la revolución verde
fue un éxito tan asombroso que Borlaug
obtuvo el Premio Nobel de la Paz en 1970.
 
En la actualidad, sin embargo,
el milagro de la revolución verde
ha terminado en el Punjab.
 
En esencia, el aumento en los rendimientos
se ha estancado desde mediados de la década de 1990.
 
El riego en exceso ha llevado
a un marcado descenso de las capas freáticas,
que alimentan ahora 1.3 millones de pozos entubados,
al tiempo que se han perdido miles de hectáreas
de tierras productivas por la salinización
y anegación de los suelos.
 
Cuarenta años de riego intensivo,
fertilización y plaguicidas
no han sido amables
con los limosos campos grises del Punjab.
 
Ni con las personas mismas, en algunos casos.
 
En la polvorienta aldea agrícola de Bhuttiwala,
hogar de unas 6 000 personas en el distrito de Muktsar,
el anciano de la aldea Jagsir Singh,
de barba larga y turbante azul cobalto, saca cuentas:
 
“Los últimos cuatro años hemos tenido
49 decesos debido al cáncer –señala–.
 
La mayoría eran personas jóvenes.
El agua no es buena.
Es venenosa, contaminada.
Pero las personas la siguen bebiendo”.
 
Jagdev Singh es un joven de rostro dulce de 14 años
cuya columna vertebral se deteriora lentamente.
 
Desde su silla de ruedas mira Bob Esponja
doblada al hindi mientras su padre
habla acerca de su pronóstico.
 
“Los doctores dicen que no vivirá
para ver los 20”, afirma Bhola Singh.
 
No hay prueba de que estos cánceres
fueron causados por plaguicidas.
 
No obstante, investigadores
han hallado en el Punjab
plaguicidas en la sangre,
las capas freáticas, las hortalizas,
incluso en la leche materna de sus esposas.
 
De modo que muchas personas toman el tren,
que hoy en día recibe el nombre del Expreso del Cáncer,
desde la región de Malwa hacia el hospital oncológico de Bikaner.
 
El gobierno está bastante preocupado
como para gastar millones
en plantas de tratamiento de agua
por ósmosis inversa
para las aldeas más gravemente afectadas.
 
Si eso no preocupara lo suficiente,
el alto costo de los fertilizantes y plaguicidas
ha sumido en deudas a muchos agricultores punjabíes.
 
Un estudio halló más
de 1 400 suicidios de agricultores
en aldeas entre 1988 y 2006.
 
Algunos grupos sitúan el total para el estado
entre 40 000 y 60 000 suicidios durante ese periodo.
 
Muchos bebieron plaguicidas o se colgaron en sus campos.
 
“La revolución verde sólo nos ha traído la ruina
–menciona Jarnail Singh, maestro jubilado de la aldea de Jajjal–.
 
Arruinó nuestro suelo,
nuestro medio ambiente,
nuestras capas freáticas.
 
Antes teníamos ferias en las aldeas
donde las personas se reunían y divertían.
 
Ahora nos congregamos en centros médicos.
 
El gobierno ha sacrificado
a la gente del Punjab a cambio de cereales”.
 
Otros, desde luego, lo ven de manera distinta.
 
Rattan Lal, connotado edafólogo
de la Universidad Estatal de Ohio
y egresado de la Universidad Agrícola del Punjab en 1963,
considera que fue el abuso, no el uso,
de las técnicas de la revolución verde
lo que causó la mayoría de los problemas.
 
Ello incluye el empleo excesivo de fertilizantes,
pesticidas y riego, así como la eliminación
de los residuos de los cultivos en los campos,
en esencia extrayendo los nutrientes del suelo.
 
“Estoy consciente de los problemas
de la calidad del agua y su extracción –afirma Lal–,
pero salvó a cientos de millones de personas.
 
Pagamos un precio en agua,
pero la opción era dejar morir a la gente”.
 
En cuanto a la producción,
resulta difícil negar
los beneficios
de la revolución verde.
 
India no ha sufrido una hambruna
desde que Borlaug llevó sus semillas al país,
mientras que la producción mundial de cereales
ha aumentado en más del doble.
 
Algunos científicos atribuyen
sólo al aumento en el rendimiento del arroz
la existencia de 700 millones de personas más en el planeta.
 
Muchos científicos
especialistas en cultivos y agricultores
piensan que la solución
de nuestra crisis alimentaria actual
está en una segunda revolución verde,
basada sobre todo en nuestros
nuevos conocimientos sobre genética.
 
Los biogenetistas conocen ahora
la secuencia de casi todos
los alrededor de 50 000 genes
de las plantas de maíz y soya,
y están aprovechando ese conocimiento
en formas que eran inimaginables
hace apenas cuatro o cinco años,
dice Robert Fraley, técnico en jefe
de la gigante agrícola Monsanto.
 
Él está convencido: la modificación genética,
que permite a los biogenetistas mejorar los cultivos
con rasgos benéficos obtenidos de otras especies,
conducirá a la formación de variedades nuevas
con mayor rendimiento, menor necesidad
de fertilizantes y mejor tolerancia a la sequía:
el Santo Grial de la década anterior.
 
Cree que la biotecnología
permitirá que en 2030
se duplique el rendimiento
de los cultivos fundamentales de Monsanto:
maíz, algodón y soya.
 
“Estamos listos para contemplar
quizá el periodo más grandioso
de adelantos científicos fundamentales
en la historia de la agricultura”.
 
África es el continente
donde nació el Homo sapiens
y dados sus suelos desgastados,
las lluvias irregulares
y la creciente población,
bien podría ofrecer un atisbo
al futuro de nuestra especie.
 
La revolución verde
nunca llegó al continente
por numerosos motivos
(falta de infraestructura,
corrupción, mercados inaccesibles).
 
De hecho, la producción agrícola per cápita
disminuyó en el África subsahariana entre 1970 y 2000,
mientras que la población aumentó vertiginosamente,
dejando un déficit alimentario anual de 10 millones de toneladas.
 
En la actualidad es el hogar
de más de un cuarto de las personas
más hambrientas del mundo.
 
Diminuto, sin salida al mar,
Malaui, apodado el “corazón ardiente de África”
por una esperanzada industria turística,
se halla también en el centro del hambre,
caso emblemático de los males agrícolas del continente.
 
La mayoría de los malauíes,
que habitan uno de los países
más pobres y densamente poblados de África,
cultivan maíz y a duras penas sobreviven
con menos de dos dólares al día.
 
En 2005, las lluvias fallaron otra vez en Malaui
y más de un tercio de su población de 13 millones
necesitó ayuda alimentaria para sobrevivir.
 
El presidente de Malaui,
Bingu wa Mutharika,
declaró que no fue elegido
para gobernar un país de mendigos.
 
Tras un fracaso inicial
de persuadir al Banco Mundial
y otros donantes para que contribuyeran
a subsidiar los insumos para la revolución verde,
Bingu, como lo conocen en su tierra,
decidió gastar 58 millones de dólares
de las arcas de su país para poner en manos
de los agricultores pobres
semillas híbridas y fertilizantes.
 
A la larga, el Banco Mundial
se unió al empeño y persuadió a Bingu
para que dirigiera el subsidio
a los agricultores más pobres.
 
Alrededor de 1.3 millones de familias agrícolas
recibieron cupones que les permitían
comprar tres kilogramos de semillas
de maíz híbridas y dos sacos de 50 kilogramos
de fertilizante a un tercio del precio de mercado.
 
Lo que sucedió después
se ha denominado
el “Milagro de Malaui”.
 
Buenas semillas y un poco de fertilizante
(y el regreso de lluvias abundantes)
contribuyeron a que los agricultores
obtuvieran excelentes cosechas
durante los dos años siguientes
(las cosechas del año pasado,
sin embargo, disminuyeron un tanto).
 
La cosecha de 2007 se calculó
en 3.44 millones de toneladas métricas,
un récord nacional.
 
“Pasaron de un déficit de 44 %
a un superávit de 18 %,
duplicando su producción
–afirma Pedro Sánchez,
director del Programa de Agricultura Tropical
de la Universidad de Columbia,
quien asesoró al gobierno de Malaui en el programa–.
 
El año siguiente
tuvieron un superávit de 53 %
y exportaron maíz a Zimbabue.
 
Fue un cambio espectacular”.
 
Tan espectacular que, de hecho,
ha llevado a una mayor conciencia
sobre la importancia de las inversiones agrícolas
en la reducción de la pobreza
y el hambre en lugares como Malaui.
 
En octubre de 2007,
el Banco Mundial emitió un informe
de suma importancia, en el que se concluye
que el organismo, los donantes internacionales
y los gobiernos africanos se han quedado cortos
en la ayuda a los agricultores pobres de África,
además de haber descuidado las inversiones
en agricultura durante los 15 años anteriores.
 
Tras décadas de desalentar
las inversiones públicas en agricultura,
y de hacer un llamamiento
en favor de las soluciones de mercado,
que rara vez se materializaron,
en los últimos dos años instituciones
como el Banco Mundial han cambiado
el curso y aportado fondos a la agricultura.
 
El programa de subsidios de Malaui
es parte de un movimiento
de mayor envergadura que busca llevar,
finalmente, la revolución verde a África.
 
Desde 2006 la Fundación Rockefeller
y la Fundación Bill y Melinda Gates
han donado casi 500 millones de dólares
para financiar la Alianza
para una Revolución Verde en África,
que se centra principalmente
en llevar programas de mejoramiento de plantas
a universidades africanas, y fertilizantes suficientes
a los campos de los agricultores.
 
Sánchez, junto con el destacado economista
y guerrero contra la pobreza Jeffrey Sachs,
brinda ejemplos concretos sobre los beneficios
de este tipo de inversiones en 80 pequeñas aldeas
agrupadas en una decena de “aldeas del milenio”,
dispersas en los sitios críticos por el hambre en toda África.
 
Con la ayuda de algunas estrellas de rock y actores famosos,
Sánchez y Sachs gastan en cada pequeña aldea 300 000 dólares al año.
 
Esa cantidad representa
hasta un tercio por persona
del PNB per cápita de Malaui,
lo que ha orillado a muchos organismos
del ámbito del desarrollo a preguntarse
si un programa de estas características
puede sostenerse a largo plazo.
 
Phelire Nkhoma, mujer pequeña,
enjuta y fuerte, es la agente
de extensión agrícola
de una de las dos aldeas
del milenio de Malaui,
en realidad, son siete aldeas
en las que habitan 35 000 personas.
 
Ella describe el programa
mientras nos desplazamos
en una nueva camioneta de la ONU,
desde su oficina en el distrito de Zomba,
por campos ennegrecidos por incendios,
salpicados por el violeta de los árboles de jacaranda.
 
Los aldeanos reciben gratuitamente
semillas y fertilizantes, siempre y cuando
donen en la temporada de cosecha
tres sacos de maíz a un programa
de alimentación escolar.
 
Ellos reciben mosquiteros
y medicamentos antipalúdicos.
 
Tienen derecho a una clínica con agentes de salud,
un granero para almacenar sus cosechas y pozos de agua potable
a no más de un kilómetro de cada unidad familiar.
 
Estos relatos son una recompensa
para Faison Tipoti, el dirigente de la aldea.
 
Él desempeñó un papel decisivo
para que llevaran el famoso proyecto a su localidad.
 
“Cuando Jeff Sachs vino y preguntó: ‘¿Qué quieren?’,
le respondimos que no queríamos dinero, ni harina,
pero que nos diera fertilizante
y semillas híbridas, y haremos algo bueno”,
relata Tipoti con voz grave.
 
Los aldeanos ya no pasan sus días
recorriendo el camino suplicando por comida
para alimentar a niños de barrigas hinchadas y enfermos.
 
Sin embargo, ¿ la respuesta a la crisis alimentaria mundial
es en verdad una repetición de la revolución verde,
con el tradicional paquete de fertilizantes sintéticos,
plaguicidas y riego, supercargada por semillas genotecnológicas?
 
El año pasado, un estudio a gran escala,
llamado Evaluación internacional
de la ciencia y la tecnología agrícolas para el desarrollo,
llegó a la conclusión de que los inmensos aumentos
en la producción generados por la ciencia y la tecnología
en los últimos 30 años no han logrado mejorar
el acceso a los alimentos de la mayoría
de las personas pobres del mundo.
 
El estudio, que duró seis años,
comenzado por el Banco Mundial
y la Organización de las Naciones Unidas
para la Agricultura y la Alimentación,
y en el que participaron
unos 400 expertos agrícolas de todo el mundo,
hizo un llamamiento para un cambio
de paradigma en la agricultura,
hacia prácticas más sostenibles
y respetuosas con el medio ambiente
que beneficiarían a los 900 millones
de pequeños agricultores del mundo,
no sólo a la agroindustria.
 
El legado de suelos corrompidos
y acuíferos agotados de la revolución verde
es una de las razones por las cuales
deben buscarse nuevas estrategias.
 
Otra razón es aquello que el autor
y profesor de la Universidad
de California en Berkeley, Michael Pollan,
llama el tendón de Aquiles
de los actuales métodos de la revolución verde:
una dependencia de los combustibles fósiles.
 
El gas natural, por ejemplo,
es una materia prima
de los fertilizantes nitrogenados.
 
Hasta ahora, los descubrimientos genéticos
que liberarían los cultivos de la revolución verde
de su gran dependencia en el riego
y los fertilizantes han sido escurridizos.
 
Fraley predice que su empresa tendrá hacia 2012
maíz tolerante a sequías en el mercado de Estados Unidos.
 
Sin embargo, el rendimiento prometido
durante los años de sequía
sólo es entre 6 y 10 por ciento mayor
que el de los cultivos normales golpeados por la sequía.
 
Así, ha comenzado un cambio orientado
hacia proyectos pequeños
e insuficientemente financiados,
dispersos en toda África y Asia.
 
Algunos llaman a esto agroecología;
otros, agricultura sostenible,
pero la idea subyacente es revolucionaria:
debemos dejar de concentrarnos
en sólo maximizar el rendimiento de los cereales
a cualquier costo y considerar las repercusiones
que tiene la producción de alimentos
tanto en el medio ambiente como en la sociedad.
 
Vandana Shiva, física nuclear convertida en agroecologista,
es la crítica más acérrima de la revolución verde de India.
 
“La denomino como los monocultivos de la mente –dice–.
 
Sólo se fijan en los rendimientos del trigo y el arroz,
pero en general la canasta de alimentos está disminuyendo.
 
Antes de la revolución verde
había en el Punjab 250 tipos de cultivos”.
 
Su investigación ha demostrado
que el empleo de composta
en lugar de fertilizantes
derivados del gas natural
aumenta la presencia
de materia orgánica en el suelo,
capturando carbono y reteniendo humedad,
dos ventajas fundamentales para los agricultores
que afrontan el cambio climático.
 
“Si hablamos de resolver la crisis alimentaria,
estos son los métodos que hacen falta”, agrega Shiva.
 
En la región septentrional de Malaui
un proyecto está obteniendo
muchos de los resultados
del proyecto de las aldeas del milenio,
a una fracción del costo.
 
El proyecto Soils, Food and Healthy Communities (SFHC)
distribuye semillas de leguminosas, recetas
y consejos técnicos para cultivar productos nutritivos
como maní, guandú y soya, que enriquecen el suelo
al fijar el nitrógeno, al tiempo que enriquecen también
la alimentación de los niños.
 
El programa comenzó en el año 2000
en el hospital de Ekwendeni,
donde el personal observaba
altas tasas de malnutrición.
 
Una investigación sugería
que el culpable era el monocultivo de maíz,
que había dejado a los pequeños agricultores
con rendimientos pequeños debido
a suelos agotados y el elevado precio del fertilizante.
 
En la pequeña aldea de Encongolweni,
un grupo de veinte agricultores del SFHC
nos da la bienvenida con una canción
sobre los platillos que elaboran con soya y guandú.
 
Tomamos asiento en la casa donde se reúnen,
como si estuviéramos en una tienda de antaño,
mientras ellos testimonian cómo la siembra
de leguminosas les ha cambiado la vida.
 
El relato de Ackim Mhone es típico.
 
Al incorporar leguminosas en la rotación,
duplicó el rendimiento del maíz en su pequeña parcela,
al tiempo que redujo el uso de fertilizante a la mitad.
 
“Eso fue suficiente para cambiar la vida de mi familia”, refiere,
además de permitirle mejorar su casa y comprar ganado.
 
Investigadores canadienses descubrieron
que, después de ocho años,
los niños de más de 7 000 familias
que participan en el proyecto
mostraron un considerable aumento de peso,
lo cual apoya el argumento de que en Malaui
la salud del suelo y la de la comunidad están relacionadas.
 
Precisamente por ello, la coordinadora
de investigación del proyecto, Rachel Bezner Kerr,
está alarmada por que las fundaciones
de grandes recursos monetarios
aboguen insistentemente
por una nueva revolución verde en África.
 
“Lo encuentro sumamente perturbador –menciona–.
 
Está estimulando a los agricultores
a basarse en insumos caros producidos lejos,
que reportan ganancias para las grandes empresas
en lugar de métodos agroecológicos
para aprovechar los recursos y capacidades locales.
 
No creo que esa sea la solución”.
 
Sin importar qué modelo prevalezca,
el desafío de llevar alimentos suficientes
a 9 000 millones de bocas en 2050 resulta abrumador.
 
Dos mil millones de personas
viven en las partes más áridas del planeta,
y se prevé que el cambio climático
cause una disminución radical
ulterior de los rendimientos en estas regiones.
 
No importa cuán grande sea el rendimiento potencial,
las plantas siguen necesitando agua para crecer.
 
Además, en un futuro no muy distante,
cada año podría haber sequía en gran parte del planeta.
 
Nuevos estudios climáticos demuestran
la gran posibilidad de que las ondas de calor extremo,
como la que marchitó cultivos y mató a miles de personas
en Europa occidental en 2003, se vuelvan comunes
en los trópicos y en las regiones subtropicales a finales del siglo.
 
Los glaciares de los Himalayas,
que en la actualidad dotan de agua
a cientos de millones de personas,
ganado y tierras agrícolas de China e India,
se están derritiendo rápidamente,
y podrían desaparecer por completo hacia 2035.
 
Todo este tiempo sigue avanzando
el reloj de la población,
con el nacimiento de 2.5 bocas más
que alimentar cada segundo.
 
Eso da un total de 4 500 bocas más
en el tiempo que le llevará a usted leer este artículo.
 
Lo que nos regresa, de manera inevitable, a Malthus.
 
Un día fresco de otoño que ha llenado de color
las mejillas de los londinenses,
visito la Biblioteca Británica
y reviso la primera edición del libro
que aún ocasiona tan acalorados debates.
 
El Ensayo sobre el principio de la población de Malthus
parece un manual básico de ciencias de octavo grado.
 
De su prosa vigorosa y transparente,
surge la voz de un humilde párroco en espera,
más que nada, de que le demostraran
que estaba equivocado.
 
“Las personas que afirman que Malthus está equivocado,
por lo general no lo han leído –señala Tim Dyson,
profesor de estudios demográficos de la London School of Economics–.
 
No tenía una opinión muy distinta de la de Adam Smith
en el primer volumen de La riqueza de las naciones.
 
Nadie en su sano juicio duda de la noción
de que las poblaciones tienen que vivir
dentro de los límites de su base de recursos.
 
Ni de que la capacidad de una sociedad
para aumentar sus recursos a partir de esa base
es en última instancia limitada”.
 
Aunque sus ensayos recalcaban
los “frenos positivos” a la población
fijados por las hambrunas,
las enfermedades y la guerras,
sus “frenos preventivos”
quizá hayan sido más importantes.
 
Una creciente fuerza laboral, explicaba Malthus,
reduce los salarios, lo cual tiende a causar
que las personas aplacen su matrimonio
hasta que puedan sostener mejor una familia.
 
El aplazamiento del matrimonio
reduce las tasas de fecundidad,
lo cual crea un freno
igualmente fuerte para las poblaciones.
 
Hoy día se ha demostrado
que este es el mecanismo básico
que reguló el crecimiento de la población
en Europa occidental durante unos 300 años
antes de la revolución industrial.
 
Pero cuando Gran Bretaña
emitió hace poco un nuevo billete de 20 libras,
puso en el dorso a Adam Smith, no a T. R. Malthus.
 
No se ajusta a los valores del momento.
 
No queremos pensar en límites.
 
Sin embargo, a medida que nos acercamos
a los 9 000 millones de personas en el planeta,
hacemos caso omiso de estos límites
bajo nuestro propio riesgo.
 
Ninguno de los grandes economistas clásicos
vio venir la revolución industrial,
ni la transformación de las economías
y la agricultura que traería aparejada.
 
La energía barata y en extremo disponible
contenida en el carbón
(y después en los combustibles fósiles)
desencadenó el mayor aumento
en la cantidad de alimentos,
riqueza personal y número de personas
jamás visto en el mundo,
permitiendo que la población de la Tierra
aumentara siete veces desde la época de Malthus.
 
Y, sin embargo, el hambre, la hambruna
y la desnutrición siguen con nosotros,
justo como Malthus dijo que estarían.
 
“Hace años trabajé con un demógrafo chino –menciona Dyson–.
 
Un día me señaló dos caracteres chinos
que estaban sobre la puerta de su oficina
y que juntos significan ‘población’.
 
Eran el caracter que significa persona
y el caracter que significa boca abierta.
 
Realmente quedé impresionado.
 
En última instancia,
debe haber un equilibrio
entre la población y los recursos.
 
Y esta noción de que podemos
seguir creciendo eternamente, es ridícula”.
 
Quizá en algún lugar profundo de su cripta en la abadía de Bath,
Malthus está haciendo tranquilamente un gesto admonitorio
con el dedo y expresando: “Se los dije”

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