por Antonio Gil
Diario Las Últimas Noticias,
jueves 27 de enero de 2011
Pecadores como somos,
y en ocasiones harto impíos,
no podemos evitar
que los ojos se nos llenen de lágrimas
mientras tomamos en nuestra libreta
estas apuradas y casi ilegibles notas
viendo arder la cúpula de la iglesia,
el convento y el hogar de ancianos
de Providencia 509, casi esquina Condell.
El fuego devora con sus lenguas crepitantes,
irremediablemente y por sus cuatro costados,
el antiguo y noble edificio.
Es la vieja y bella iglesia
que aguantó a pie firme
el terremoto de 2010,
allí donde cada domingo
resonaba el canto gregoriano y el latín,
propios del solemne rito tridentino
en las misas cantadas
por el cura Milan Tisma
y a la que asistían,
provenientes de toda la ciudad,
fieles tradicionalistas
encabezados por el historiador
Julio Retamal Favereau,
quien preside la organización Magnificat,
filial chilena de la internacional Una Voce,
dedicada a la defensa abierta y declarada
del rito aprobado en el Concilio de Trento en 1563
y llamado por ellos la "Santa Misa de Siempre".
Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo
con aquellos católicos, pero una maldición
ha caído sobre este lugar de sosiego y oración,
y esto nos llena de congoja.
Es como si efectivamente
existiera el infierno en la Tierra, pensamos,
ante la vista de este siniestro inexplicable
(aunque, claro, también podemos ponernos
suspicaces e imaginar los intereses
de alguna secreta y ávida inmobiliaria
que a esta hora esté pagando
-no queremos imaginar con qué inmundo sacrificio-
el favor concedido por el Becerro de Oro
a sus bastardas rogativas).
¿Qué construirá ahora allí
la codicia de los metritos cuadrados
y los pisos flotantes?
¿Qué nuevo engendro arquitectónico brotará
de entre las cenizas del dulce templo sacrificado?
Arden los ángeles policromados,
los crucifijos, los incensarios,
las estolas y casullas sacerdotales,
y los pilares caen envueltos
entre torbellinos de chispas,
pero esto no es lo más importante
que devoran las llamas:
se quema ante nuestros ojos
la historia viva de millones de horas
de activa y salutífera espiritualidad.
Junto a esta hoguera maléfica,
contra la que concurren en vano
diecisiete compañías de bomberos,
despierta el rincón más antimoderno
de nuestro corazón.
Mientras adivinamos
un ataque de Satanás
a este lugar santo,
recordamos que la mañana
del 17 de junio de 1853
la comunidad de las Hermanas de la Providencia
arribó desde Canadá al puerto de Valparaíso.
Sor Bernarda Morín, a poco de llegar,
fue nombrada superiora de la comunidad,
cargo que ocupó durante 45 años,
ante un país que admiraba su trabajo
en favor de los niños abandonados a su suerte,
los miserables, los enfermos, la educación femenina
y los incontables afanes de la congregación
entre el pueblo mapuche.
Julio Retamal y sus cofrades encontrarán seguramente
otro templo para programar sus gregorianas y dominicales misas de 12.
Los ancianos, las monjas y los enfermos
encontrarán, esperamos, otro albergue.
Pero ese templo bello y espigado,
con su jardincillo anterior perfurmado de clavelinas,
ha sido lamido por el Diablo
y ha desaparecido para siempre de la cara de Santiago.
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