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Vivimos en una época de arrogancia tecnológica en que se consideraque la naturaleza ya se dominó

Entrevista al escritor y periodista mexicano
Juan Villoro y su réplica personal del terremoto
por Evelyn Erlij

• Un terremoto es una lección de introspección; caes dentro de ti mismo
y las réplicas que vives son en lo fundamental psicológicas.

•.La tierra dicta y nosotros nos limitamos a tomar notas.

• Sería bueno disponer de una pedagogía del error que nos permitiera
actuar cuando algo falla.

• Los chilenos son mucho más organizados y administran con más cuidado
la esperanza.
Nosotros corregimos la realidad con ilusiones.

• Las premoniciones son una manera retrospectiva de darle sentido al
azar y al destino.

• Lo complejo de recibir mensajes paranormales es que llegan sin ser
descifrados.

• Vivir con un don alarmista resulta demandante.

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La vida de Juan Villoro ha estado marcada por los sismos. Casi un año
después de nacer, un terremoto de 7,7 grados sacudió la Ciudad de
México. Tres décadas más tarde, otra vez en la capital, uno de mayor
intensidad -8,1 grados- echó abajo una buena parte de las
construcciones del Distrito Federal y quedó registrado como el más
mortífero de la historia mexicana.
Pero también en su trayectoria literaria se perciben las huellas
sísmicas: otro terremoto, el de 1979, precipitó la edición de su
primer libro, La noche navegable , mientras que su novela de 1997,
Materia dispuesta , tiene como protagonista a un "hijo del sismo",
como él mismo lo llama, un hombre que nace durante la catástrofe de
1957 y cuya historia tiene como desenlace el movimiento telúrico del
85.
"Sólo ahora advierto mi sostenido interés por los temblores", escribe
el autor mexicano en su último libro, 8,8: El miedo en el espejo
(Ediciones Universidad Diego Portales), en el que vuelve al tema de
los sismos para relatar sus vivencias y las de varios amigos y colegas
durante el terremoto chileno de febrero pasado. Por esos días, Villoro
se encontraba en Santiago participando en el Congreso Iberoamericano
de Literatura Infantil y Juvenil, visita que lo convirtió nuevamente
en testigo de una catástrofe.
"Todas las historias del libro son verídicas -aclara desde Barcelona,
donde se encuentra radicado desde hace unos meses-. No pensé escribir
sobre el terremoto porque fue ampliamente cubierto por numerosos
medios. Mi mirada, además, era sesgada, la de alguien de paso. Sin
embargo, hubo una circunstancia curiosa. Como el aeropuerto estaba
dañado, no pudimos salir pronto y durante varios días estuvimos
encerrados en el hotel, sin otro pasatiempo que contar historias y
revisar lo sucedido. Fue un auténtico taller narrativo. Me interesaron
los muchos puntos de vista de gente que está de paso. Era como narrar
una tempestad a partir de los tripulantes de un barco. Aun así, sólo
pensé en escribir al respecto cuando llegué a México y no pude pensar
en otra cosa. Necesitaba sacarme eso de encima para seguir viviendo".
-Como testigo, ¿qué comparación haces entre el terremoto de 1985 en
Ciudad de México y el que viviste este año en Santiago?
-Hace 30 años no les temía a los terremotos, incluso me gustaban. Los
mexicanos pasamos por una serie de temblores menores, que presentaban
miedos casi agradables, hasta que en 1985 nuestra ciudad quedó
devastada. Desde entonces le tememos profundamente a la tierra. El
terremoto de 8,8 fue mucho más grave que cualquiera que hubiera
sentido en México. Por suerte, la arquitectura chilena es una forma
del milagro. Los efectos combinados de la sacudida y la ignorancia de
lo bien que se construye en Chile hicieron que el pánico de los
mexicanos fuera enorme. Al mismo tiempo, la sacudida me permitió
volver al sismo del 85, del que no se ha escrito mucho porque fue algo
demasiado imponente, demasiado doloroso. Reaccionamos con cierto
pudor, pensando que los muertos ya no podrían contar su historia. Sólo
25 años después me atreví a elaborar esos recuerdos.
-Dedicas un capítulo entero a las premoniciones. ¿Crees que contactan
al ser humano con su lado más instintivo y olvidado?
-Las premoniciones son una manera retrospectiva de darle sentido al
azar o al destino. Es una desgracia que sólo podamos ver los
accidentes y los cataclismos después de sucedidos. En parte, esto se
debe a la noción misma de accidente, que es por definición algo
imprevisto, pero también a nuestra incapacidad de anticiparlo. Vivimos
una época de arrogancia tecnológica donde se considera que la
naturaleza ya se dominó. El terremoto en Chile y la explosión del
volcán en Islandia son ejemplos de que esto no es así, y de que las
repercusiones son peores cuando no tenemos idea de un Plan B. Sería
bueno disponer de una pedagogía del error que nos permitiera actuar
cuando algo falla. El verdadero éxito depende del dominio del fracaso,
pero lo olvidamos con demasiada frecuencia.
Un ejercicio de introspección
-¿Qué huellas dejó el terremoto en tu trabajo creativo?
-Me dejó la noción de límite, de lo frágil que es cualquier espacio.
La tierra dicta y nosotros nos limitamos a tomar notas. Un sismo es
una lección de introspección: caes dentro de ti mismo y las réplicas
que vives son en lo fundamental psicológicas. Algo de nosotros se
quedó en Chile; el alma nunca acabará de regresar al cuerpo. De esa
fractura surgen relatos compensatorios. Por eso volví al cuento de
(Heinrich von) Kleist sobre el terremoto en Chile, lo único de ficción
que hay en mi libro.
-¿Notaste rasgos similares entre los habitantes de Chile y México al
experimentar una catástrofe?
-Los chilenos son mucho más organizados y administran con más cuidado
la esperanza. Nosotros corregimos la realidad con ilusiones. Después
de una tragedia, en México hay más promesas de solución de las que se
pueden cumplir; en Chile, hay menos de las que se podrán implementar.
La reacción chilena es más realista, más vinculada con la ética del
trabajo que caracteriza a ese país. La nuestra es más ilusa, más
vinculada con nuestro deseo de negar la realidad con la ilusión. Se
trata de generalizaciones, por supuesto, pero los otros mexicanos que
pasaron por el terremoto sintieron lo mismo.
"Los supermercados asaltados fueron el rostro dramático de un país
donde la gente tenía hambre. Las filas para cargar gasolina en los
barrios ricos de Santiago fueron su rostro hipocondríaco", escribe
Villoro en el libro, para describir las distintas caras que mostró el
terremoto en Chile. La distancia y el paso del tiempo, así como el
impacto mundial por el rescate de los 33 mineros, parecen haber
atenuado en él estas impresiones:
-Chile es un país estable porque ha sido puesto a prueba mil veces. En
1985 en México muchos edificios mal construidos se derrumbaron. La
mayoría eran edificios públicos. Chile resistió mejor a un impacto
peor. El rescate de los 33 mineros fue otra prueba de entereza de un
país desafiado por la corteza terrestre. En 2006, 65 mineros mexicanos
quedaron atrapados en la mina de Pasta de Conchos. Todos murieron y
hasta la fecha sólo se han rescatado dos cuerpos. Con esto no quiero
decir que todo sea perfecto en Chile. Es obvio que la gente pobre
padeció más el terremoto y que no se dio la alarma a tiempo ante el
tsunami. También es obvio que los mineros no contaban con las mejores
condiciones de trabajo y es una tristeza que se necesite una tragedia
para ponerlo en evidencia. Aun así, Chile tiene muchos ejemplos que
dar al resto de América Latina, sobre todo en el temple ante la
adversidad telúrica.

"Vivimos una época de arrogancia tecnológica donde se considera que
la naturaleza ya se dominó".

8,8: El miedo en el espejo Una crónica del terremoto en Chile
Juan
Villoro
Ediciones Universidad Diego Portales, Santiago, 2010. 85
páginas. $9.000
 "Aquí hay temblores, ¿no?". Premoniciones (extracto)
Laura Hernández vio la luna y no le gustó para nada. Tenía un tono
amarillento y le faltaba un pequeño trozo para estar llena. "Una luna
mocha", pensó.
Para otra persona, ésa podía ser una observación cualquiera, pero
Laura ha tenido que acostumbrarse al extraño poder de predecir lo que
va a suceder.
Vivir con un don alarmista resulta demandante. De niña, Laura padeció
por su clarividencia, y no ha sido fácil que sus familiares y amigos
se habitúen a las dramáticas noticias que comunica de golpe.
En una ocasión vio que un polvillo descendía del techo y le gritó a su
marido que salieran del cuarto. Segundos después, el plafón se
desplomó sobre la cama.
Una noche abrió los ojos y vio a un ex novio al lado de la cama. "¿Qué
haces aquí?", preguntó al intruso. La imagen desapareció. Al día
siguiente supo que él había muerto.
Las intensas relaciones magnéticas que Laura Hernández tiene con los
demás pueden ser inquietantes. La gente que la conoce de verdad no
duda de sus vaticinios. Un episodio resume la fuerza de sus
anticipaciones. Le aconsejó a su hermana que viajara a Mérida de
inmediato para ver a su esposo, que había ido ahí a hacerse unos
análisis médicos. La hermana no dudó en obedecerla: llegó justo a
tiempo para oír las últimas palabras de su marido.
En la madrugada del 27 de febrero, Laura no se preparó para dormir.
Había visto la luna. Amarilla. Hinchada. Rodeada de un halo vaporoso.
Una luna casi completa, que se definía por el trozo que le faltaba.
Lo complejo de recibir mensajes paranormales es que llegan sin ser
descifrados. Acostumbrada a las alusiones sutiles de la literatura,
Laura advierte claves y sobreentendidos en los libros que lee con
aguda atención. Las señales de alarma son otra cosa: sabe que algo
importante o dramático va a suceder, pero no conoce las circunstancias
ni puede anticipar todos los efectos de lo que percibe. Un cosquilleo
que incomoda sin causa aparente, un medidor que se activa sin disponer
de una escala. Como oír un mensaje en un idioma desconocido, donde el
acento transmite emociones, pero el significado de las palabras se
escapa.
El 26 de febrero Laura empacó su ropa, tarea que debe haberle llevado
su tiempo, pues fue la persona más arreglada del Congreso
Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil. Nunca la vimos con
las mismas prendas y ni el más obsesivo de nosotros pudo descubrirle
una arruga. Después de empacar, se sentó en la cama, con la postura
tensa y elegante que en otro cuerpo podría parecer altiva y en ella es
su natural manera de estar cómoda.
Laura Hernández desvió la vista a la ventana, y esperó a que algo sucediera.
Supe que ella tenía facultades paranormales unos días después, cuando
ya había pasado el terremoto. Los mexicanos que participamos en el
Congreso nos reunimos en el lobby del Hotel San Francisco a hacer una
lista de pasajeros prioritarios. No sabíamos cuándo podríamos volver,
pero nuestras urgencias eran distintas.
Ninguno de nosotros se encontraba en la situación de quienes se habían
quedado en Concepción y otras zonas cercanas al epicentro, donde no
había luz ni agua corriente, y donde se había impuesto el toque de
queda para evitar el caos y el pillaje. Estábamos en un buen hotel.
Sin embargo, las paredes cuarteadas y las continuas réplicas nos
recordaban que el peligro no había pasado. Muchos sufrieron ataques de
pánico y se negaron a volver a sus cuartos. El vestíbulo se convirtió
en un campamento donde los sofás y el suelo se repartían con un
criterio de supervivencia, similar al de los vagabundos que viven en
los parques.
En nuestro grupo, había gente con niños de brazos, personas en
tratamiento médico, madres que debían regresar a México a atender a
sus hijos. El aeropuerto había sufrido severos daños y los vuelos
comerciales estaban suspendidos. En caso de que consiguiéramos algún
modo de regresar, debíamos saber quiénes necesitaban salir primero.
Fijamos diez pasajeros prioritarios, y sorteamos los demás puestos.
Cuando metí la mano en la canasta para escoger mi papeleta, Laura
Hernández me vio a los ojos y dijo:
-Te va a salir el doce.
-Eso es imposible -dijo alguien-: el doce ya salió.
Tomé el papel y tuve miedo de abrirlo. Bajé la mirada. ¡Era el doce!
La persona que escribió las papeletas había repetido dos veces el
mismo número. Me acerqué a Laura, con quien no había hablado hasta ese
momento. ¿Cómo sabía que mi número era ése?
-Soy psíquica -respondió con naturalidad.
Le pregunté qué había sentido antes del terremoto.
Entonces me explicó la impresión que le había causado la luna.

"De
niña, Laura padeció por su clarividencia"

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