RAÚL WILLIAMS: EL DIVORCIO, UNA DISCUSIÓN GRAVITANTE

ENTREVISTA AL PBRO. MARÍA ISABEL IRARRÁZAVAL PRIETO
 
EN HUMANITAS NRO.24http://humanitas.cl/html/biblioteca/articulos/d0109.html
 
-¿Se puede ser católico y divorcista?
 
-Una cabeza cristiana, asentada en la verdad, debe tender a la
coherencia. Es preciso unir la condición personal de creyente y de
ciudadano, evitando relegar las convicciones morales y religiosas a la
esfera de lo privado, al rincón de la propia conciencia; como si el
ámbito público y social exigiera un espacio neutral ante cualquier
concepto objetivo de lo bueno y verdadero. No debe olvidarse que la
verdad moral conlleva necesariamente el bien de la persona y de la
sociedad, siendo así auténtica garantía de bien común. No se puede,
por lo tanto, ser católico y divorcista.
 
-La indisolubilidad del matrimonio ¿es una realidad cultural, natural
o religiosa?
 
-Si tiene una dimensión cultural es porque se trata de una realidad
esencialmente natural. Y es esa misma realidad natural la que es
elevada a sacramento. No hay, por tanto, unas propiedades "católicas"
del matrimonio. El matrimonio es así una alianza de uno con una para
siempre. La indisolubilidad, que no es más que la unidad entre marido
y esposa proyectada en el tiempo, brota de la naturaleza misma del
amor conyugal, que es signo y fruto de una donación total en la que se
juega toda la persona. Bastaría que los cónyuges se reservasen algo en
el futuro para que no se donasen totalmente. ¿Se puede amar de verdad
si no es para siempre? Además, la responsable procreación y educación
de los hijos exigen la indisolubilidad, ya que dichas criaturas
proceden de sus padres conjuntamente y no de unos padres biológicos
aislados.
 
-¿Qué hacer entonces con las uniones irregulares?
 
-Deben ser reguladas jurídicamente. Para eso no hace falta una ley de divorcio.
 
-¿Y en el caso de las rupturas matrimoniales irreversibles?
 
-Cuando media la libertad humana nunca hay nada irreversible. El amor
conyugal no se extingue solo, por cuanto no es esencialmente un
sentimiento pasajero, sino un acto de la voluntad manifestado en el
consentimiento matrimonial; y es esto lo que hace nacer el matrimonio
y lo que lo mantiene en pie. El que "quiere-querer" ganará siempre las
batallas matrimoniales.
 
-Entonces la ruptura matrimonial ¿sería causal de nulidad conyugal?
 
-Un matrimonio roto o fracasado no es sinónimo de matrimonio nulo. Las
causases de nulidad se dirigen a determinar si hubo o no verdadero
matrimonio. Todo ello debe verse con profundidad en el respectivo
juicio canónico. La Iglesia no anula matrimonios: sólo constata su
inexistencia. Muy distinta es la situación generada por el divorcio
que, lejos de examinar la real existencia del vínculo conyugal, lo
disuelve arbitrariamente, manipulando como sea las causales de
divorcio legalizadas. Puestos a emplear un símil para describir la
diferencia entre nulidad canónica y divorcio, habría que destacar cuán
distintos son un feto que nace muerto y otro que es abortado o
asesinado en vida. El divorcio destruye fraudulentamente la verdad del
vínculo matrimonial. De ahí que todo matrimonio que ha nacido "vivo y
sano" y que luego, con el paso del tiempo, se ha "enfermado", no puede
ser disuelto.
 
-Pero en torno a la indisolubilidad hay una nebulosa en mucha gente.
 
-No hay duda. La oscuridad producida en torno a la indisolubilidad
matrimonial difiere en los diversos pueblos y sociedades, en
proporción directa a la extensión del paganismo, el hedonismo, la
secularización, el relativismo y, como siempre, el empeño del laicismo
militante.
 
-¿No es ése un enfoque meramente religioso y moral del matrimonio?
 
-Muchos son los enfoques que caben para analizar tanto la riqueza del
matrimonio indisoluble como su empobrecimiento y destrucción por el
divorcio: los hay antropológicos, psicológicos, jurídicos, económicos,
sociales, etc. Y ese variado despliegue de perspectivas manifiesta
precisamente el papel omniabarcante que desempeña la familia de origen
matrimonial, como célula o núcleo de la sociedad; de manera que
cualquier descalabro en ella hace temblar a todo el organismo social.
 
-¿Y no es posible un enfoque más "pastoral" -menos castigador- de la
Iglesia frente al divorcio?
 
-La expresión "pastoral" deriva del oficio propio del pastor: conducir
las ovejas a los buenos pastos y defenderlas de los peligros; es
decir, llevarlas al bien y a la verdad, que le son objetivamente
convenientes, y no engañarlas con aparentes facilidades que acaben en
el despeñadero. En muchas situaciones matrimoniales conflictivas, el
vínculo conyugal subsiste, "está vivo", aunque la relación conyugal
esté "enferma". La Iglesia aboga por la "curación" de esta relación y
no por su "exterminio", como en el divorcio. Cualquier "enfermedad"
matrimonial -dificultad, desavenencia, fracaso... - exige un buen
diagnóstico, la medicina y el tratamiento oportuno. Lo auténticamente
"pastoral" es enseñar la verdad del matrimonio y ayudar con caridad a
superar los diversos problemas y conflictos. No cabe ver al divorcio
como un "remedio", un "mal menor", que habría que tolerar como
consecuencia de una supuesta postura "pastoral" misericordioso, al
momento de considerar el bien común de una sociedad pluralista o para
evitar hipotéticos males mayores. El divorcio es un mal que genera
males. La Iglesia siempre lo ha visto así y la experiencia de los
países que lo han legalizado lo confirma.
 
-¿No cabría en este caso la tolerancia, de la que tanto se habla?
 
-Dicha expresión fue particularmente divulgada por Voltaire en su
Tratado sobre la tolerancia, para destruir lo que él califica de
supuestos dogmáticos absolutistas y bélicos de la Iglesia. Pero su
pretendida tolerancia se estrelló contra la verdad. Hablar de
tolerancia respecto a las opiniones ajenas legítimas es un abuso: de
ellas sólo cabe un profundo respeto y un merecido pluralismo. En
relación a lo que atenta contra el bien y la dignidad del hombre no
cabe tolerancia, sino un firme rechazo. El divorcio es un mal y sobre
él no cabe tolerancia. No se puede cooperar ni fomentar el mal ni el
error. Sólo cabría sufrir pasivamente el divorcio cuando -después de
haber puesto todos los medios para evitarlo- representa la única
manera legal de asegurar derechos legítimos, el cuidado de los hijos o
la defensa del patrimonio.
 
-¿No cree que se ha hablado y escrito mucho sobre el divorcio?
 
-Pienso que en ocasiones se habla mucho y se razona poco sobre los
efectos del divorcio para las personas y la sociedad entera. Los
argumentos divorcistas que frecuentemente se esgrimen se quedan un
poco en lo sentimental, influidos por el impacto de la estadística o
por las lamentables situaciones límites que ocurren. Sin embargo, el
rigor intelectual exigido para debatir sobre la indisolubilidad del
matrimonio necesita distinguir entre lo que el matrimonio es de suyo,
en su propia e intrínseca estructura, del mal uso que se haga de él, o
de la errada conceptualización del mismo. Desgraciadamente hay cierta
mentalidad, marcadamente subjetivista, que rehúsa plantearse lo que
las cosas son en sí mismas, para atenerse sólo a la utilidad que
prestan, al placer que producen, a los beneficios que acarrean, a lo
que cada cual estima, o, por último, al consenso colectivo que exista
sobre el tema. Con estas premisas no se entiende la realidad del
matrimonio indisoluble.
 
-Pero, ¿no le parece que los conflictos conyugales serios deben ser
enfrentados legalmente?
 
-Nadie niega la existencia de conflictos conyugales, ni menos los
sacerdotes que observamos la realidad a través del corazón mismo de
sus protagonistas. Pero lo que debe comprenderse es que el divorcio no
es la solución legal para esas situaciones difíciles. La argumentación
divorcista no se dirige a la solución de las situaciones matrimoniales
conflictivas entre personas concretas. Basta hacer un recorrido por la
historia divorcista de Occidente para concluir que las causas
dominantes de la disolución del matrimonio respondieron a
planteamientos intelectuales o ideológicos que operaron al margen del
conflicto matrimonial mismo. Así, por ejemplo, todo raciocinio
laicista, liberal o socialista será divorcista, independientemente de
la magnitud de los problemas matrimoniales existentes.
 
-El liberalismo que cruza transversalmente las diversas corrientes
políticas nacionales es divorcista. ¿Cómo se explica esta
coincidencia?
 
-No se trata de una mera coincidencia, sino de una conclusión derivada
a partir de una premisa errada: la autonomía y absolutización de la
propia libertad frente a todo lo que constriña el propio querer. Una
libertad sin dirección y sentido se desintegra, encogiéndose
tercamente como mera autoafirmación. Esta lógica aplicada al
matrimonio hace que la libertad se considere por encima de la
institución matrimonial, con sus características, propiedades y bienes
propios. La libertad no se verá entonces como lo que es: la capacidad
de donación total para hacer realidad el proyecto matrimonial. No debe
olvidarse que los cónyuges se casan porque se quieren, pero una vez
contraído el matrimonio deben quererse porque están casados.
 
-¿Cuál es el punto de vista de su libro "Divorcio e Iglesia, el
cuestionamiento de la indisolubilidad"?
 
-El enfoque del libro -complementario a todos los demás planteamientos
que se hagan sobre el matrimonio indisoluble- apunta a destacar cómo
la presión ambiental relativista está infectando el razonar de no
pocos católicos. Los nuevos argumentos divorcistas emergen ahora
también de filas cristianas y se esgrimen justificados por aparentes
razones "teológicas", propias de ciertas tendencias morales condenadas
como falsas por la Encíclica Veritatis splendor, como es el caso del
proporcionalismo y el consecuencialismo. En ellas para actuar
moralmente bien sólo se exigen razones proporcionadas en el sujeto que
actúa o que las consecuencias del acto realizado sean las mejores. La
lógica materialista del costo y del beneficio propio ha carcomido la
objetividad de un verdadero razonar moral. En estas tendencias el
matrimonio indisoluble sería un "ideal", no exigible a todos y menos a
los que han roto la convivencia conyugal. El divorcio sería, por
consiguiente, un "remedio", un "mal menor". Para justificar esta
posición se cuestiona la homogeneidad en la historia de la enseñanza
de la Iglesia sobre la indisolubilidad matrimonial.
 
-¿Qué estima usted que se busca con estos nuevos razonamientos?
 
-Sin juzgar las intenciones de las personas, esas impugnaciones y
cuestionamientos de la indisolubilidad se dirigen a presionar a los
católicos acerca de la "necesidad" actual del divorcio, relativizando
para ello una enseñanza monolítica en la Iglesia, conquistando así
sobre el tema un supuesto pluralismo que no cabe.
 
-¿No sería oportuno incorporar a la legislación civil las causales de
nulidad recogidas en el Derecho Canónico?
 
-La experiencia de haber sido juez eclesiástico me indica lo
contrario. Es verdad que la visión objetiva que la Iglesia tiene del
matrimonio está convirtiendo a la legislación canónica en un modelo
para el ordenamiento civil. Sin embargo, cada una opera en su propio
ámbito. Las insustituibles garantías de veracidad que informan todo el
procedimiento canónico -donde se tratan asuntos matrimoniales íntimos
e incluso de conciencia- no se pueden dar en lo civil. Con ello no se
pretende minusvalorar la justicia civil, sino cuestionar la seriedad
de los peritajes y de la prueba testimonial. Si la nulidad civil del
matrimonio -por incompetencia del oficial del Registro Civil- opera
fraudulentamente, por cuanto se acude con frecuencia a la mentira para
hacerla operativo -situación que se repite en los juicios sobre
accidentes del tránsito-, ¿qué ocurriría en el futuro si en vez de la
existencia de una causal de nulidad -como ahora- se acogieran veinte?
Lo único seguro que se produciría sería la multiplicación por veinte
de las causases de fraude. ¿Será ésta la solución justa y oportuna?
 
-Pero entonces ¿qué se podría hacer?
 
-Precisamente lo contrario. Crear una legislación que reconozca los
efectos civiles de las nulidades canónicas sentenciadas por los
Tribunales Eclesiásticos. -¿No atentaría esa solución contra la
separación de la Iglesia y del Estado? -La Iglesia y el Estado están
separados por cuanto tienen ámbitos y finalidades diversos, aunque
complementarios. Sin embargo, es laudable una cierta legislación mixta
cuando lo legislado apunta directamente al bien común de la sociedad y
al bien de la persona en particular. Tal es el caso del ordenamiento
jurídico sobre la vida, la educación y el matrimonio. Las inercias
histórico-jurídicas pueden perfeccionarse cuando hay voluntad política
para hacerlo. Procesos de este tipo se han dado en Italia, España,
Colombia...
 
-Pareciera que esa solución privilegia sólo a los católicos...
 
-No. Privilegia sobre todo a la verdad del vínculo conyugal. Si los no
católicos y no cristianos crean su propia legislación con causases
precisas de nulidad y con el procedimiento debido, deberían también
ser reconocidas por la legislación civil.
 
-Y ¿qué pasaría con los no creyentes y agnósticos?
 
-Podrían acudir a unas causases -pocas y fácilmente tipificables-
establecidas para ellos en la legislación civil. La solución dada
tanto para los católicos como para los no católicos y no creyentes
resulta ser la más respetuosa del pluralismo existente, a la vez que
reconoce la libertad de las conciencias y el fuero interno, propio de
la intimidad personal, donde se ha gestado el consentimiento
matrimonial, origen del matrimonio indisoluble. El remedio exige optar
por la nulidad y no por el divorcio; por la verdad de la existencia o
inexistencia del vínculo matrimonial, pero nunca inclinarse a priori
por el fraude divorcista. No hay que olvidar que sólo la verdad
libera.
 
-¿Es útil la creación de los Tribunales de familia para los asuntos conyugales?
 
-Los conflictos matrimoniales no se solucionan por leyes o por
decreto. Todavía más urgente y previo es hacer ver el derecho y deber
que tiene el marido y la esposa de pedir ayuda espiritual, moral,
psicológica .... para arreglar sus problemas. Las dificultades
conyugales suelen encerrar tozudamente a los protagonistas en la
propia opinión, difuminando la objetividad sobre el caso y
extrapolando el asunto más allá de su contexto puntual.
Desgraciadamente es verdad que "una mala hace olvidar cien buenas". De
ahí la necesidad del consejo y de la ayuda oportuna. Casi todas las
crisis matrimoniales tienen una solución adecuada. Cuando el conflicto
se complica, la justicia exige dar a cada uno lo suyo, particularmente
cuando los derechos del cónyuge y de los hijos están involucrados. Si
los Tribunales se plantean como últimas instancias de verdadera
justicia matrimonial y familiar, se habrá dado sin duda un paso
necesario.
 
-¿Le parece que es urgente defender con valentía la indisolubilidad
de¡ matrimonio?
 
-Tengo a mano unos textos de Juan Pablo II que hablan por sí mismos:
"Hoy el combate fundamental por la dignidad del hombre gira en torno
de la familia y de la vida". La familia de origen matrimonial
-continúa el Papa- "es el ámbito privilegiado donde se pueden realizar
las potencialidades personales y sociales de su ser". Y concluye: "En
la base de todo el orden social se halla el principio de la unidad y
la indisolubilidad del matrimonio". En la carta apostólica Tertio
Millennio Adveniente n.36, llama a los cristianos a "ponerse
humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las
responsabilidades que ellos tienen también con los males de nuestro
tiempo". Y entre éstos destaca "la extendida pérdida del sentido
trascendente de la existencia humana y el extravío en el campo ético,
incluso en los valores fundamentales respecto a la vida y a la
familia". Es muy significativo y lleno de consecuencias lo que enseña
Juan Pablo II. Y es una responsabilidad grande la que recae sobre cada
uno. Sólo queda orar para que sea la verdad y, por ende, el juicio de
Dios y no los intereses políticos o coyunturales -por muy nobles que
sean- los que determinen nuestra actuación.

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