por Francisco Mouat En los últimos días de agosto incorporé a mi bitácora de intentos para bajar de peso un nuevo método: el de la auricultura o algo así. Unos parches en las orejas que tocan ciertos puntos nerviosos, siguiendo la lógica de la acupuntura, y que ayudan a inhibir el apetito, a mantener regulada la presión arterial y no sé qué otros beneficios. Mi primer registro en la romana fue lapidario: 108 kilos. El nutriólogo o como se llame, un sujeto flaco y desgarbado, ajeno a este combate cuerpo a cuerpo con los kilos de más, no se demoró ni dos segundos en hacer la precisión: por su estatura y por sus índices de grasa en el cuerpo, usted no está con sobrepeso, sino que está decididamente obeso. Había llegado a iniciar un nuevo tratamiento abatido por la fatiga, el dolor de cabeza crónico, la imposibilidad de abrocharme los cordones de los zapatos sin agotarme en el intento y una sensación al caminar de bamboleo y pesadez que no estaba dispuesto a seguir soportando. Mi doctora ya no me hablaba de libros y autores, sino de sistólicas y diastólicas, y la última vez que nos vimos exigió que a la cita concurriera también la Solcita, para escuchar en vivo y en directo el diagnóstico y ayudarme a reaccionar. Fue como que me apuntaran con una pistola directo a la cabeza. Lo había probado todo: Scarsdale, dieta del astronauta, puras proteínas, manzanas a toda hora, Herbalife, dieta del huevo, dieta de la luna, cero carbohidratos, hipnosis, unas pastillas de algas que tienen que haber sido de cualquier cosa menos de algas, y hasta, resignado, había empezado a pensar en la posibilidad de una corcheteada de estómago. Ayer nomás estuve en un asado de curso, jornada habitual de fin de año para los que tenemos hijos en edad escolar, y hubo un momento en la parrilla en que uno de los apoderados, chupeteando un lomo de cerdo jugoso y después de haberse bajado dos choripanes en marraqueta y un par de trozos de palanca y lomo vetado, exclamó a los vientos con sonrisa socarrona: "¡Cómo puede haber gente que sea vegetariana!". Advertí el goce animal de sus palabras y supe, una vez más, que comer es un magnífico placer del que cuesta muchísimo restarse. El hábito es lo que tienes que cambiar, te dicen majaderamente; si no modificas el hábito, cualquier baja de peso, por considerable que sea, está condenada al fracaso. Como si fuera tan fácil. Como si bastara con entenderlo con la cabeza. Lili, una amiga mía, colombiana, que sabe de estos temas, que ha empleado todas las formas de lucha, me dice que junto al estadio Campín de Bogotá hay un local fantástico llamado El Palacio del Colesterol, donde todo lo que se come sabe muy rico y luego se te mete en las venas y cuesta mucho sacarlo si no oxigenas tu sangre. Lili anda ahora mismo con parches en las orejas, ha empezado tres veces el mismo tratamiento, y después de un tiempo vuelve a fojas cero porque la tentación de disfrutar con la boca sabores, olores y texturas es más fuerte que el imperativo estético o médico. En su caso, debo decirle, esas redondeces que la acompañan a donde va la convierten en una mujer atractiva y de apariencia muy sana, con apenas unos kilos de sobrepeso. Hoy me subí a la romana y marqué 95. He bajado 13 kilos en poco más de tres meses. El costo: no haberme comido un solo pan en todo este tiempo, ni un plato de tallarines, ni una papa cocida, ni un pedazo de torta, ni un pastel, ni un kuchen, ni una empanada frita de la Suiza, ni una medialuna con el café. Me pregunto: ¿podré vivir así para siempre? ¿Saliéndome de la norma sólo una o dos veces a la semana para tomarme un pisco sour helado o una copa de tinto, o comerme un plato de sushi, y luego volver al mundo de las ensaladas, las carnes magras, el quesillo, la fruta que no sea el plátano ni la uva, y sí, mucho líquido todos los días, no menos de dos litros? Hice una apuesta hace varios años, cuando el Bicentenario se veía muy lejos: decía que el 2010 me convertiría en un tipo delgado, de menos de 90 kilos, y que eso sería para toda la vida. Se reían en mi cara, sabían que era una broma para chutear lo más lejos que se pudiera mi incapacidad de hacer una dieta y mantenerla en el tiempo. Pero siempre hay un momento, inesperado, en que tocan a tu puerta. En mi caso, aquella tarde en que la doctora me apuntó con la pistola a la cabeza y leyó el diagnóstico. No pienso cantar victoria. Esta lucha, cuerpo a cuerpo con los kilos, es a 15 rounds, y el nocaut no cuenta. Te pueden tener en las cuerdas y tú salir contragolpeando. O al revés: crees que el rival está vencido, y él acaba de pie, los brazos arriba, y tú muerto en la lona.
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