“Por haber ejercido la profesión de marino, habito el mundo”.

Misterios comunicados 
por Jorge Edwards
Diario La Segunda,
Viernes 17 de Diciembre de 2010
http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2010/12/17/mitserior-comunicados.asp


Los misterios suelen esconderse debajo de nuestras narices. 

Edgar Poe decía que el mejor escondite para una carta 
consistía en dejarla en el centro de una mesa, como al azar, 
y que así nadie la encontraba. 

He cruzado la Plaza de la Concordia muchas veces, 
y conozco más o menos bien los edificios de la izquierda, 
cuando se avanza desde el río: el Hotel Crillón, el Automóvil Club. 

En cambio, nunca había atravesado los umbrales 
del imponente edificio del Ministerio de Marina, en el lado derecho. 

Ahora recibo una curiosa invitación a la presentación de un libro 
y decido asistir, a pesar de la temperatura de cero grados centígrados, 
de la oscuridad que cae temprano, de muchas otras cosas. 

Invitan un almirante, jefe de Estado mayor de la Marina, 
los escritores de la Marina y las Ediciones del Herne, 
y el evento tendrá lugar en el Ministerio 
y en presencia del autor, Michel Serres. 

Uno de los detalles que me llaman la atención 
es una fotografía desteñida de la cubierta 
de un barco de guerra de hace unos cincuenta años, 
impresa en el cartón de invitación. 

Se divisan casamatas de acero, 
grandes tablones de madera 
y un grupo de marineros que arrastra una gruesa cuerda. 

Arriba de una de las casamatas, 
un oficial, en impecable uniforme de color oscuro y botones dorados, 
con la gorra un poco ladeada, parece terminar de dar instrucciones 
y reírse de algo que le han dicho desde un costado. 

En el reverso de la misma invitación, 
el mismo oficial, abrigado ahora 
con un gorro de lana y una bufanda negra, 
enfoca el océano con un instrumento de medición que no conozco. 

Encima de su cabeza se inscribe una frase suya: 
“Por haber ejercido la profesión de marino, habito el mundo”.

Los portones exteriores del Ministerio 
se abren sobre un patio de piedra imponente. 

Al fondo hay una amplia escalinata, 
se vislumbra por alguna parte una galería de espejos, 
y la recepción tiene lugar en una sala dieciochesca, dorada, 
con figuras de autoridades marinas pintadas en óvalos: el Salón de los Almirantes. 

Los oficiales son educados, disciplinados, atentos. 

El almirante, de buen humor, me dice 
que Chile es un país de tradición marinera. 

El escritor, el señor Serres, el mismo de la fotografía desteñida, 
pero con cincuenta años más, de ojos azules y grandes cejas blancas, 
me comenta que estuvo, ¡por supuesto!, en las costas de Chile, 
en el puerto de Valparaíso, y después en Isla de Pascua, 
¿no es una isla chilena? 

Recuerda que aterrizó en un pequeño avión 
al que ya empezaba a faltarle la gasolina 
y que era un día de niebla, de manera 
que la búsqueda de la pista de aterrizaje 
tuvo momentos de angustia. 

He visto Ediciones de los Cuadernos del Herne 
dedicadas a los mejores escritores del siglo XX, 
a Jorge Luis Borges, a Louis-Ferdinand Céline, 
a Julio Cortázar, a Mario Vargas Llosa, 
y ahora me propongo leer el número dedicado a Michel Serres, 
pero aquí, o al menos en este recinto, no se usa, 
como en Chile, vender los libros presentados. 

Hay que inscribirse en unas planillas 
y recibir los ejemplares contra reembolso. 

Es más elegante, quizá, pero menos práctico, 
sobre todo para los aficionados a llegar a su casa 
y devorar el libro en la misma noche.

El presentador, en cambio, a diferencia 
de lo que suele ocurrir entre nosotros, 
es acucioso, informativo, humorista, 
aparte de que conoce su materia a fondo. 

Nos cuenta, por ejemplo, 
que Serres nació durante una crecida del Garona, 
donde un barco mercante que comandaba su abuelo 
 estuvo a punto de naufragar y donde su joven madre 
fue “salvada de las aguas”. 

Para el hijo de estas circunstancias, 
ser marino, en buenas cuentas, 
se convirtió en un destino, y la literatura, 
la filosofía, las ciencias naturales, 
se presentaron después 
como un desarrollo normal 
de esa primera vocación. 

Había pensado ya en Edgar Allan Poe 
y me parece que mi pensamiento, 
o mi divagación, continuó con Herman Melville, 
con Joseph Conrad y Jack London, 
con nuestro Francisco Coloane. 

Después supe que el autor presentado 
escribió una obra maestra sobre Julio Verne, 
 “tan apasionante como los libros del propio Verne”, 
el del Nautilus, el Capitán Nemo 
y su música de órgano en las profundidades, 
el de las veinte mil leguas de viaje submarino. 

En la literatura de lengua inglesa 
 hay grandes narradores del mar, 
y en la francesa, además 
de uno que otro narrador, 
hay poetas como Charles Baudelaire 
(“hombre libre, siempre amarás el mar”), 
como Jean-Arthur Rimbaud, autor de El barco ebrio
como Stéphane Mallarmé y su enigmática Brise maritime

Compruebo que Roberto Bolaño, 
en uno de sus ensayos póstumos, 
analiza este poema, 
y no me extraña que lo haga. 
Y me acuerdo, claro está, de 
 las cacerías abigarradas de lobos marinos, 
de los diálogos en tabernas del extremo sur, de Coloane. 

Quizá podríamos hacer una lista de escritores chilenos del mar, 
y ¿quiénes, a todo esto, serán los escritores de la Marina 
de que nos habla el cartón de invitación, 
en qué rincón estarán de este bello Salón de los Almirantes?

Cuando Michel Serres sube por fin a la tribuna, 
habla con la concisión reflexiva, interrogativa, de los filósofos, 
y con una libertad, una soltura, un encadenamiento 
de las imágenes, que me parecen propios de los poetas. 

Comienza con una historia de diáconos y de curas: 
cuando uno se hace sacerdote, lo seguirá 
siendo por la eternidad, por mucho que defeccione. 

Dice que con el mar y la profesión de marino sucede lo mismo. 

Si uno abraza ese métier una vez, ya será marino hasta el fin de sus días. 

Y descubre una extraña metamorfosis interna, 
que lo ha ido convirtiendo en un monstruo anfibio, 
 y le sorprende que al final de una larga vida le rindan homenaje. 

No terminamos nunca de aprender. 

Alguien me comenta que la Reina María Antonieta vivió en este lugar; 
que contempló la que se llamaba entonces Plaza del Rey desde estos magníficos ventanales. 

No sabía, sin duda, que algunos años más tarde sería guillotinada 
en un estrado colocado en el centro de la plaza, que se llamaría, en ese momento, 
Plaza de la Revolución, antes de ser bautizada con el paso del tiempo como Plaza de la Concordia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS