Cuando la cátedra cinematográfica corre despavorida a las series de TV,
tratando de encontrar un refugio que ponga a salvo el capital
narrativo del cine,
pareciera estar asumiendo que la debacle en la industria es irreversible.
Nadie tiene muy claro qué diablos y en qué momento pasó lo que pasó,
pero si flota en el ambiente la sensación de que Hollywood cambió para siempre
y que de ahí en los próximos años no saldrá nada muy interesante
aparte de productos dictados por el efectismo técnico y los códigos de
la evasión.
Por eso dicen que es la hora de las series. Por eso su santificación.
Cuando el gran maestre de la Orden Templaria del Santo Guión, Robert Mckee,
estuvo en Santiago se permitió decir que una serie como Los Soprano
tenía mayor densidad narrativa y complejidad en los caracteres,
creo, que cualquiera de las tragedias de Shakespeare,
básicamente porque lo que un guionista puede meter en 20 capítulos
de 45 minutos de duración a lo largo de seis o siete temporadas
es mucho más que lo que el pobre William podía amarrar
con sus versos isabelinos en 150 minutos de representación.
Como leseras así parecieran estar instalándose sin mayor problema
-en el fondo, porque la profundidad ha pasado a ser entendida
como crecer para el lado, no para abajo ni para adentro-
la fuga de cineastas acreditados a la televisión,
más que una noticia, podría ser un signo de los tiempos.
Scorsese dirigió el capítulo cero de Boardwalk Empire,
una historia ambientada en la Atlantic City de los años 20,
y -claro- lo hizo con las pulsiones magníficas e inconfundibles de su cine.
Visto en retrospectiva, al final era lógico que un cineasta
de ascendencia italoamericana y tremendamente cinéfilo,
que comenzó reivindicando en sus primeras películas
los códigos de conducta de su barrio,
terminara estacionándose en el cine de gangsters,
porque ahí pueden desplegarse en su plenitud
los dilemas de lealtad y traición, de codicia y sacrificio,
que lo perturbaron desde niño. Y ahí mismo, también,
se encuentra parte de lo mejor del legado
del cine clásico del cual él es y se siente heredero.
Está bien: es muy probable que lo sea.
Okey: son pocos cineastas que transmiten en su trabajo
esa sensación de plenitud que tienen las imágenes de Scorsese
cuando recorren -en lo que podría ser el traveling del éxtasis-
un animado bulevar lleno de fiestoqueros y borrachos,
de pillos y prostitutas, de políticos y matones,
de músicos y peleles, en esa ciudad del delito,
la corrupción y el pecado que fue Atlantic City
durante los años de la Prohibición.
Quien conozca el cine concederá
que Scorsese sabe de lo que está hablando.
Pero concederá también que en ese trabajo
nadie está anexando nuevos territorios
ni corriendo ninguna frontera. Es magnífico y es radiante.
Scorsese hace estupendamente bien lo que sabe hacer y lo que ya hizo.
Si series como ésta van a abrir nuevos horizontes
a la expresión fílmica es discutible y está por verse.
Que la televisión -el cable, desde luego, no la televisión abierta-
vaya a ser la tierra prometida para las grandes
y largas (muy laaaargas) historias
no implica que allí se vaya a descubrir de nuevo la pólvora.
Todo lo contrario. Por su público, su moral y su formato,
al final incluso por la magnitud de sus audiencias,
la televisión es el terreno de lo archiconocido y archiprobado.
En este sentido, puede ser incluso mucho más conservadora que el cine.
Es verdad que algo pasa con el filme de gangsters
cuando cae en manos de un gran cineasta.
Pareciera que el género se revitalizara,
la serie de Scorsese transmite a veces esa sensación,
pero no es cierto que la televisión esté salvando al cine.
El cine se salvará por lo que haga o deje de hacer.
Y por eso hoy podría estar condenándose.
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