Columnistas
La hora de Colombia
Diario El Mercurio, Viernes 01 de noviembre de 2013
"No sorprende que Colombia ya sea vista como un país particularmente promisorio por inversionistas de todo el mundo..."
En Cartagena de las Indias hay mujeres que caminan, y bailan, con palanganas llenas de fruta en la cabeza. Son las “palenqueras”, llamadas así porque vienen de San Basilio de Palenque. Un amigo colombiano me explica que mover el cuerpo como lo hacen ellas, sin riesgo de que la fruta caiga, es la prueba de saber bailar, y eso en Colombia es mucho decir, porque parece no haber nadie que no baile bien en un país en que se baila a cada rato. Como sentencia el narrador de “Noticia de un secuestro”, de García Márquez, “en Colombia toda reunión de más de seis, de cualquier clase y a cualquier hora, está condenada a convertirse en un baile”.
Escribo estas líneas en una terraza en Cartagena, atontado por un aplastante calor que cansa, pero a la vez relaja, porque no hay neurosis que lo aguante. Creo haber leído en alguna parte que Colombia figura muy bien en esos índices de felicidad que ahora están tan de moda y, dada la extraordinaria amabilidad de la gente y su talento por el baile, no me sorprende. Y eso que los colombianos, tras siglos de guerrillas y guerras civiles, parecen haber hecho lo imposible para no ser felices.
Una de las causas de la larga y porfiada violencia fue la accidentada geografía del país. Con tanto obstáculo natural, era difícil que un poder central estableciera el orden. En los meses que se demoraba un ejército en llegar de Bogotá a alguna región en que se había sublevado un caudillo, los soldados se morían de diversas pestes, y los que sobrevivían solo soñaban con volver a casa. La geografía todavía representa arduos desafíos logísticos, y para aumentar su competitividad, Colombia tendrá que invertir una fortuna en carreteras. Pero ya hay una red de aeropuertos que permite transitar de una ciudad a otra sin dificultad, y sin tener necesariamente que pasar por Bogotá.
En algunos aspectos, la difícil geografía se ha convertido en un activo, porque es gracias a ella que existen grandes ciudades por todo el país, grandes centros de pujante actividad económica que no se habrían desarrollado tanto si Colombia hubiera sido un país más plano y temperado, y si Bogotá hubiera, por tanto, podido aplastarlas. Gracias a su complejidad territorial, Colombia es envidiablemente descentralizada. En Chile no hay una ciudad fuera de Santiago que les llegue ni a los talones a Medellín o Cali en tamaño o dinamismo, o a Cartagena en alcurnia patrimonial.
Si finalmente se logra la paz con las FARC —y ya no se tenga que invertir el 5% del PIB en las Fuerzas Armadas—, Colombia, cuya economía es 40% más grande que la chilena, podría entrar en un círculo virtuoso definitivo, en que se conjugaran las bondades de su heterogeneidad geográfica, sus abundantes recursos naturales, y la juventud de una población de casi 50 millones. No es de sorprenderse que Colombia ya sea vista como un país particularmente promisorio por inversionistas de todo el mundo.
Desde luego, hay riesgos. Amigos bogotanos me dicen que soy un iluso en ser tan optimista sobre su país. Que no está tan descentralizado como yo creo. Que no solo es manejado desde Bogotá: los hilos los mueve una ínfima élite de Bogotá Norte. Que esa élite de hábitos caudillistas no ha querido nunca forjar instituciones sólidas. Que las FARC firmarán la paz, pero que de allí se volcarán a un destructivo activismo social, que ya se observa en numerosas huelgas. Que la extrema izquierda se va a volver peligrosamente popular cuando deje de ser asociada con la violencia. Que un país sin institucionalidad, dominado por élites históricamente conflictivas, es muy vulnerable.
A diferencia de Chile, me dicen, con tono de envidia.
Yo los consuelo diciendo que también somos muy vulnerables, y no me cuesta mucho explicarles por qué.
Escribo estas líneas en una terraza en Cartagena, atontado por un aplastante calor que cansa, pero a la vez relaja, porque no hay neurosis que lo aguante. Creo haber leído en alguna parte que Colombia figura muy bien en esos índices de felicidad que ahora están tan de moda y, dada la extraordinaria amabilidad de la gente y su talento por el baile, no me sorprende. Y eso que los colombianos, tras siglos de guerrillas y guerras civiles, parecen haber hecho lo imposible para no ser felices.
Una de las causas de la larga y porfiada violencia fue la accidentada geografía del país. Con tanto obstáculo natural, era difícil que un poder central estableciera el orden. En los meses que se demoraba un ejército en llegar de Bogotá a alguna región en que se había sublevado un caudillo, los soldados se morían de diversas pestes, y los que sobrevivían solo soñaban con volver a casa. La geografía todavía representa arduos desafíos logísticos, y para aumentar su competitividad, Colombia tendrá que invertir una fortuna en carreteras. Pero ya hay una red de aeropuertos que permite transitar de una ciudad a otra sin dificultad, y sin tener necesariamente que pasar por Bogotá.
En algunos aspectos, la difícil geografía se ha convertido en un activo, porque es gracias a ella que existen grandes ciudades por todo el país, grandes centros de pujante actividad económica que no se habrían desarrollado tanto si Colombia hubiera sido un país más plano y temperado, y si Bogotá hubiera, por tanto, podido aplastarlas. Gracias a su complejidad territorial, Colombia es envidiablemente descentralizada. En Chile no hay una ciudad fuera de Santiago que les llegue ni a los talones a Medellín o Cali en tamaño o dinamismo, o a Cartagena en alcurnia patrimonial.
Si finalmente se logra la paz con las FARC —y ya no se tenga que invertir el 5% del PIB en las Fuerzas Armadas—, Colombia, cuya economía es 40% más grande que la chilena, podría entrar en un círculo virtuoso definitivo, en que se conjugaran las bondades de su heterogeneidad geográfica, sus abundantes recursos naturales, y la juventud de una población de casi 50 millones. No es de sorprenderse que Colombia ya sea vista como un país particularmente promisorio por inversionistas de todo el mundo.
Desde luego, hay riesgos. Amigos bogotanos me dicen que soy un iluso en ser tan optimista sobre su país. Que no está tan descentralizado como yo creo. Que no solo es manejado desde Bogotá: los hilos los mueve una ínfima élite de Bogotá Norte. Que esa élite de hábitos caudillistas no ha querido nunca forjar instituciones sólidas. Que las FARC firmarán la paz, pero que de allí se volcarán a un destructivo activismo social, que ya se observa en numerosas huelgas. Que la extrema izquierda se va a volver peligrosamente popular cuando deje de ser asociada con la violencia. Que un país sin institucionalidad, dominado por élites históricamente conflictivas, es muy vulnerable.
A diferencia de Chile, me dicen, con tono de envidia.
Yo los consuelo diciendo que también somos muy vulnerables, y no me cuesta mucho explicarles por qué.
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