REvista paula, 27 MARZO, 2013
DANIEL FLORES
DEVUELTO POR EL BOSQUE
Dejó
sicología a medio terminar. Lo despidieron de un trabajo y terminó una
relación. El santiaguino Daniel Flores (32) partió a Chiloé en un viaje
de renacimiento con tres amigos en febrero. Pero llegó mucho más lejos.
Se alejó del grupo y se internó en el bosque. Estuvo 21 días perdido.
Descalzo. Desabrigado. Alimentándose de bichos y plantas. Refugiándose
con hojas de helecho. Sobrevivió solo con una botella, restos de una
cámara y sus anteojos. Casi un salvaje. Es nuestro Into the wild
chileno.
Texto y fotos: Roberto Farías
Paula 1118. Sábado 30 de marzo 2013.
Seis días después de que Daniel Flores apareciera vivo, luego de 21 días
perdido en el Parque Nacional Chiloé, regresamos en un bote al lugar
donde lo encontraron. Como casi no puede pisar con sus pies envueltos en
llagas, Mariano Miyacura, un habitante de Cucao, sube a Daniel a la
embarcación en brazos. Navegamos por el lado oscuro del lago Huelde, que
se interna en la zona de gualves y matorrales de la orilla del parque.
Gruesos troncos salen del espejo de agua. En solo media hora, llegamos
hasta el km 6 donde unos jóvenes turistas oyeron sus gritos y lo
rescataron el 26 de febrero pasado.
–Aquí es– dice Miyacura.
–Aquí es– confirma Daniel.
Observa
el entorno ensimismado. Los troncos se enredan hacia el cielo como
enormes dedos diabólicos. El verde es profundo, casi negro. El piso, una
maraña. Este es el escenario de su extravío. Y aquí comienza a contarme
en detalle cómo se las arregló para sobrevivir en el bosque
impenetrable.
–A
veces siento que yo no sobreviví, sino que el bosque me devolvió.
Aplicó conmigo todos sus trucos, sus encantos, sus torturas también,
para lograr algo de mí. Y cuando lo logró, me dejó salir. Pero lograr
¿qué? Todavía no lo sé.
En
la clásica postal de Chiloé, la vegetación típica de la isla parece
casi bucólica: por la carretera las vaquitas pastan, hay carteles que
avisan el cruce de inocentes pudús. Solo faltan los duendes. Pero basta
ver un mapa para observar que hacia el Pacífico no hay ninguna ciudad
importante.
La
costa de Chiloé que da al océano son barrancos abruptos, quebradas
intrincadas y cerros amorfos cubiertos por una vegetación no muy alta
pero espesa, húmeda y considerada una selva. Es tan deshabitada que toda
esa mitad occidental de la isla es mitad Parque Nacional y mitad parque
privado, el Tantauco.
Justo
al medio, entre esos dos grandes territorios vírgenes está Cucao, donde
se perdió Daniel, aledaño al Parque Nacional de Chiloé, 43 mil
hectáreas de bosque impenetrable. La distancia de Santiago a Rancagua.
Una vez dado de alta, Daniel Flores aceptó volver al lugar exacto donde se extravió para relatar in situ cómo sobrevivió durante 21 días en un bosque impenetrable.
Todo
el tiempo se pierden personas en esos bosques. Yo mismo estuve perdido 8
horas hace unos años. Nunca lo he podido olvidar. Un turista
norteamericano se perdió en diciembre, a pesar de su teléfono satelital,
y apareció por otro lado dos días después. En 2011, un excursionista
chileno. El propio Administrador del Parque, el trabajador de la Conaf
Francisco Delgado, estuvo extraviado durante 8 días junto a dos
guardaparques en los años ochenta. Salieron muy maltrechos. Pero el peor
caso ocurrió en 1971. Una avioneta aterrizó de emergencia sobre esos
bosques de Chiloé y sus ocupantes al parecer alcanzaron a avisar por
radio que habían sobrevivido. Pero desde entonces no aparecen ni los
sobrevivientes ni el avión. Sus familias los buscan, año tras año.
Producto
de las llagas en sus pies, Daniel tuvo que ser cargado en brazos por el
lugareño, Mariano Miyacura, para regresar al lugar exacto donde se
perdió.
EL DÍA QUE ME PERDÍ
–Adivina dónde estoy–, le dijo Daniel el 6 de febrero a su amigo Fernando Ravello que se había quedado en el camping junto a otros dos amigos y que lo llamó a su celular. –Estoy en un mirador. Alcanzo a ver el lago (Huelde) y el mar. Hay un bosque de alerce detrás de mí–.
–Adivina dónde estoy–, le dijo Daniel el 6 de febrero a su amigo Fernando Ravello que se había quedado en el camping junto a otros dos amigos y que lo llamó a su celular. –Estoy en un mirador. Alcanzo a ver el lago (Huelde) y el mar. Hay un bosque de alerce detrás de mí–.
–Debimos haber salido en grupo– le dijo Fernando.
–Más tarde cocinamos y hacemos algo juntos–, respondió Daniel. Y cortó. Puso la cámara en una baranda y se tomó una foto.
Ese
fue el último llamado y la última pista que dejó antes de esfumarse. A
las 8 de la mañana Daniel había partido solo a caminar mientras sus
amigos dormían. A esa hora ya había sol y llevaba dos horas y media
caminando por el Sendero de Chile, de Chanquín a Quiao.
Con
su amigo Fernando se conocen hace cinco años. Uno interpreta a Pilatos y
el otro a Simón Celote en la celebración de la Semana Santa de su
barrio, en la comuna El Bosque. Cada vez que salían de camping, Daniel
se iba a excursionar solo. Incluso de noche, dejando al resto con el
alma en vilo. Fernando, Álvaro Díaz y Rodrigo Retamal decidieron esa
tarde ir a la playa de Cucao y no volvieron al camping hasta la noche.
“A veces siento que yo no sobreviví, sino que el bosque me devolvió. Aplicó conmigo todos sus trucos, sus encantos, sus torturas también, para lograr algo de mí. Y cuando lo logró, de dejó salir. Pero lograr ¿qué? Todavía no lo sé”, reflexiona Daniel luego de 21 días perdido.
Daniel recuerda así ese día:
–Caminé media hora hasta que el
sendero se puso cada vez más espeso. Se hacía enredado. Ramas duras.
Ortigas. No parecía ser el camino correcto. Cuando quise regresar, no
volví a encontrar ni los puentes de troncos que había atravesado ni el
sendero. Estaba perdido. Nunca más volví a tener señal de celular.
Pensaba que era mala pata, no un caso de vida o muerte.
Empezó
a reptar debajo de los árboles. Subió una quebrada. Bajó una cascada.
Sin querer entraba a un sector donde no va nunca nadie. Y se fue
alejando en círculos.
–Allí
me tomé una última foto echado en un tronco y viendo unas arañas rojas
frente a mí. Pensé, pucha, mis amigos me están esperando.
Ya casi oscurecía cuando llegó a una zona más plana.
Recién
a las nueve de la noche sus amigos Fernando, Álvaro y Rodrigo llegaron
al camping. Lo llamaron infinitas veces al celular. Fue entonces que
Fernando empezó a contar 24 horas para dar aviso como suele hacerse.
Pero íntimamente pensaba que Daniel podía excursionar de noche. No sería
la primera vez. Siempre hablaban de esos programas de sobrevivencia y
lo que harían en tal caso.
–Esa
primera noche sentí miedo. Frío. No sabía dónde me estaba metiendo. Los
árboles eran muy húmedos. Trataba de calentarme las manos con la llama
del encendedor. Después el gas se acabó.
Cuando amaneció el segundo día estaba nublado.
–Me
sentía bien. Pero estaba muy helado. Si me detenía, empezaba a tiritar.
Tenía que moverme de un lado a otro. Andaba a tientas. Apenas veía a
dos metros de distancia por la espesura. No volví a tener un claro para
ver. Sentía que el bosque estaba vivo. Se movía. En un rato la lluvia o
el viento lo cambiaba todo. Desconocía totalmente lo andado y vuelta a
empezar. Era como un calabozo. Día tras día.
LA DESESPERACIÓN
Hasta el día 3 lo único que pensaba era que había cometido un error y que tenía que salir de ahí por las suyas.
Hasta el día 3 lo único que pensaba era que había cometido un error y que tenía que salir de ahí por las suyas.
–Pero después empecé a desesperarme.
Al cuarto o quinto día hubo un temporal terrible. Y pensé que en
realidad requería una fuerza sobrehumana que no tenía. Con la lluvia, un
hilo de agua se convirtió en río y los bototos chuparon agua. Me los
colgué al cuello para que se secaran, pero pesaban como ladrillos. Me
impedían caminar. Y tomé la decisión de dejarlos, se me iban a enfriar
los pies, me los podía dañar, pero era sentarme a esperar que me
encontraran o moverme yo. Pensé que nadie podía entrar a esa selva por
mí.
Increíblemente
al tercer día de perdido y luego de hacer la denuncia de presunta
desgracia, sus amigos Fernando, Rodrigo y Álvaro partieron a Santiago.
Eso levantó muchas sospechas.
Exequiel
Álvarez (64), jefe de la Brigada de Bomberos de Cucao, comenta: “Cuando
supimos que los amigos de Daniel se habían ido, sospechamos de una
muerte accidental o violenta. Un oficial de Carabineros, además, trajo
un croquis de la vidente de Chimbarongo. Perdimos ocho días buscando
cerca del mirador un supuesto cadáver cubierto por hojas, mientras
Daniel se internaba cada vez más en el bosque”.
Daniel
ya llevaba cinco días perdido cuando llegaron sus padres. Con Exequiel
Álvarez, Mariano Miyacura y otros 70 lugareños, junto al padre de
Daniel, se abrían paso a machete bosque adentro día tras día gritando:
“Danieeeeeeel”.
Daniel
estuvo siempre cerca. En una zona enmarañada pero cercana a no más de
10 km del pueblo. Pero en medio de varias quebradas.
–Yo oía los helicópteros y los botes. Pero ellos no me oían a mí por los motores. Y no me veían por el ramaje del bosque.
Los
insectos lo empezaron a devorar. Unas moscas de ojos azules le hacían
heridas, que luego los tábanos mordían. Los zancudos le hacían una
roncha. Y luego otras moscas infectaban todo. Lo picaban uno sobre otro.
Cuando se acurrucaba de noche, se protegía la cara con el cuello de su
beatle, lo único que tenía. Daniel conserva nítidos los detalles:
–Al
octavo o décimo día ya me dolían los pies descalzos. Se me empezaron a
hinchar, a poner duros. Me creció un hongo. Se me hicieron llagas. Las
ortigas me rompían la piel. Me salió pus. Los tenía hinchados hasta las
rodillas. Ahí me hice unos bastones con cañas. Tenía hambre. Torcí la
cámara hasta romperla y me hice unos cuchillos para pelar nalcas y
tallos. Traté de recordar lo que sabía de plantas útiles. Había chupones
que podía comer, algunos bichos, empecé a mover los troncos y comer
orugas. Tenían un sabor a vegetales. A tierra. Caracoles no quise comer,
porque sabía que tienen parásitos. Lo recordé de la serie 1000 maneras
de morir; los parásitos de los caracoles crudos se van al sistema
nervioso. Hongos tampoco. Aunque los veía crecer de repente, no sabía si
eran venenosos o no. Me di cuenta que hasta la mugre del cuerpo me
servía para conservar la mayor temperatura posible.
–Me
repetía: “el verdadero guerrero es el que no teme, el que vence el
hambre, el frío”. Saqué los lentes para hacer fuego con una lupa. Pero
eran muy pequeños, casi no servían. Y no había luz de sol suficiente.
Con el imán de un audífono y una latita de la cámara intenté hacer una
brújula. Tampoco sirvió y tampoco le creía mucho. Pensaba en marcar el
camino. Pero todo era inútil. Todos los planes fallaban.
Los insectos lo empezaron a devorar. Unas moscas de ojos azules le hacían heridas, que luego los tábanos mordían. Los zancudos le hacían una roncha. Y luego otras moscas infectaban todo. Lo picaban uno sobre otro.
–Entre
el día 13 y 14 me comenzó un shock alérgico que me hinchó los pies como
troncos. Llegué a un brazo de agua calma, como estancada. Al otro lado
vi un terreno plano con una choza abandonada. ¡Estoy salvado, pensé!
Pero lloré de impotencia porque a pesar de que el brazo de agua no medía
más de 10 metros de ancho era hondo y ¡yo no sé nadar! Empecé a
vadearlo pero resultó ser enorme y me perdí más y más. Cada vez más
adentro de la selva. Y nunca más volví a ver la choza.
–Sentía
impotencia y gritaba: ¡No está saliendo nada bien! ¿Por qué? Grrrrrr.
Me arrodillaba y le pedía a Dios y disculpas a mi familia. Hacía tratos
con él para salir de ahí. Pero me daba cuenta que los tratos los hacía
él conmigo. Recordaba a mi papá bebiendo agua con las manos de una poza
en un paseo que hicimos cuando yo era bien chico. Prometí reconciliarme
con él. Quería hundir las manos en esa agua fresca. Y cambiar mi vida
por completo y ayudar a los demás.
La
noche del día 15 o 16 no sabía si estaba soñando despierto pero vi luz
en el cielo. Era una nube. Apenas estuvo sobre mí, sentí como si
abrieran la regadera de una ducha. Me guarecí con la cabeza en las
rodillas sintiendo cómo el agua me caía por todo el cuerpo. Pensaba que
iba a morir. Quería que al menos conservaran estas fotos y me dormí con
la memoria de la cámara apretada en la palma de la mano.
Daniel
desarmó su cámara fotográfica para sobrevivir, pero guardó férreamente
la tarjeta de memoria. Estos son autorretratos inéditos del día en que
se extravió. Arriba: desde un mirador, el último lugar donde tuvo señal
su celular para llamar a sus amigos. Horas después, ya completamente
perdido en la espesura del bosque, se tumbó junto a un tronco y se tomó
esta última foto, justo antes del anochecer, donde recuerda haber visto
arañas rojas.
CÓMO SALÍ
El día 15 Carabineros concluyó la búsqueda sin resultados. La familia continuó solo con apoyo de los lugareños y los bomberos de Cucao. Llegó la PDI con la clara intención de buscar pistas de un homicidio, volviendo a interrogar a todos los últimos testigos.
El día 15 Carabineros concluyó la búsqueda sin resultados. La familia continuó solo con apoyo de los lugareños y los bomberos de Cucao. Llegó la PDI con la clara intención de buscar pistas de un homicidio, volviendo a interrogar a todos los últimos testigos.
Fernando
Ravello, el amigo de Daniel, comenzó a vivir en Santiago una pesadilla
de culpa y temor por haberse venido. En su diario de vida comenzó a
anotar los días que Daniel llevaba perdido mientras se sucedían las
llamadas de la Fiscalía, de la madre de Daniel y de otros acusándolo:
“Si le hicieron algo a mi hijo, confiésenlo”, le decían. “Andaba como
perdido, desanimado. Intentaba reír, hacer cosas, pero al rato me
deprimía. No podía retomar mi vida. Ni trabajar. Por lo mismo me
despidieron del trabajo”, cuenta Fernando. Por el día 15 anotó en su
diario: “Yo sé que no le hicimos nada a Daniel. Él está vivo. Él sabe
sobrevivir en el bosque”.
Daniel, por su parte, intentaba resistir.
–A veces me desanimaba, pero era
peor. Decidí combatir la tristeza. Me ponía a cantar: “Arriba en la
cordillera, tú que estuviste tan lejos. Hay que conocer la piedra que
corona el ventisquero”. Me daba risa. Reírme de mí mismo me hizo
aguantar tanto tiempo.
–Los
últimos días ya no podía moverme mucho, calculaba que solo me quedaban
cinco días de vida. Al principio hacía mis refugios con cañas, con hojas
de helechos, de pangue. Eran más elaborados, porque tenía más energía.
Al final estaba tan débil, que solo me cubría con hojas. Y antes de
dormirme le gritaba al bosque:
–“¡Yo
aquí no voy a morir, de aquí voy a salir!”. Trataba de hablar
mentalmente con mi familia y mis amigos. Pensaba que tenía que tener
alguna conexión, que recibirían mi mensaje.
–El
día 16 o 17 me entró otra bacteria a los pies– continúa Daniel. Empecé a
soñar imágenes alucinantes. Tuve pesadillas con el sonido de los sapos,
las luciérnagas. Vi una nutria, un pudú. Loros. Y los grillos
ensordecedores. Escuchaba gritos. Cosas raras. Ya no confiaba en mi
mente, estaba muy, muy cansado. Una de esas noches de desvelo, empecé a
escuchar unos tambores. Pensé que alucinaba por la infección.
Era
la fiesta de la luna, famosa en Cucao, con la que se cierra el verano.
Este año se realizó entre el 25 y 26 de febrero. Asistieron tres mil
mochileros. Él no sabía que existía.
–Decidí
ir hacia la música. Dos días, día y noche me arrastré por el bosque sin
parar, orientándome solo por el sonido. Por fin tuve certeza que iba en
una sola dirección porque al segundo día escuchaba los tambores más
cerca. Llegué a una parte plana. Frente a un brazo de agua nuevamente.
Comenzó a llover y me refugié lejos de la orilla por si crecía. Para mi
desgracia, con la lluvia el sonido de los tambores terminó. Pero a lo
lejos escuchaba motosierras. Seguí avanzando. A las cinco y media o las
seis de la tarde, oí voces cerca de mí que venían desde el agua.
–Empecé
a gritar: “Hola, me llamo Daniel Flores, llevo 18 días perdido (había
perdido la noción del tiempo, llevaba 21), por favor cabros no se vayan.
No se vayan”.
–De
vuelta me respondían si era una broma. Empecé a gritar de nuevo. Se
quedaron. Por las voces nos fuimos ubicando. Hasta que los divisé en la
orilla. Tres cabros jóvenes en un bote a remo. Uno alto, moreno; otro
grandote y una niña.
Ellos
vieron a un tipo con el pelo enmarañado y anteojos que se erguía apenas
sobre los troncos. En polera. Tenía las piernas moradas y shorts
celestes manchados de sangre. Habían visto los carteles SE BUSCA en
Cucao y sabían del caso.
Daniel
en el Parque Nacional de Chiloé explica cómo se las arregló para
alimentarse: buscaba chupones, bichos, orugas y tallos de nalcas. Las
hojas de estas le servían, además, para cubrirse.
–Por
un tronco me arrastraron hasta el bote y partimos. Me encontraron en el
km 6. Lloré de felicidad. No lo podía creer. Me llevaron al camping del
Abuelo Peto a una casa donde una señora me sirvió leche y pan amasado.
Avisaron por celular y llegó la Conaf y la PDI, que se peleaban por
llevarme.
En Chiloé fue el suceso del año.
Cuando emprendemos el regreso al continente, los conductores del ferry
que transporta los vehículos, lo observaban con cara de: ¿te conozco de
alguna parte?
–Hola– dice él estirando su mano huesuda sin que se lo pidan. –Soy el hombre que estuvo 21 días perdido en el bosque.
–Ah, por eso. Te he visto en la tele– le dice uno. –Yo en los diarios– dice otro.
Él rápidamente desembucha sobre los desconocidos los planos generales de su historia.
–Increíble– dice un conductor cuando parece haber terminado.
–Tremendo– dice el otro.
–Permiso–
dice Daniel y se aleja hacia la baranda. La costa de la Isla Grande se
va distanciando. Daniel se hincha los pulmones y grita como un marino:
“¡Adiós Chiloé!”.
Recientemente
lo invitaron de la televisión de Uruguay y de un programa de
sobrevivencia de la televisión norteamericana. Otros le ofrecieron
grabar un documental. Él insiste que no sobrevivió por técnica, sino por
fe. Por un acto de Dios. Piensa dictar charlas o hacerse predicador.
Días
después vuelvo a verlo en Santiago. Lo encuentro trotando por las
calles cercanas a Gran Avenida. Casi totalmente recuperado. Ya nadie lo
reconoce. Nadie lo detiene en las calles. Fernando Ravello –su amigo que
lo dejó perdido– todavía no se atrevía a llamarlo. Y él, espera que lo
llame. Quizás se encuentren en la celebración del Vía Crucis que hacen
para Semana Santa en su barrio, donde uno se disfraza de Pilatos y el
otro de Simón Celote azotándose con sus vecinos, mientras otro arrastra
una cruz de plumavit.