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Los cuidados y atenciones de la misericordia divina sobre el pecador arrepentido son abrumadores...‏





  • Día litúrgico: Jueves XXXI del tiempo ordinario
    Texto del Evangelio (Lc 15,1-10): En aquel tiempo, todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Jesús para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Éste acoge a los pecadores y come con ellos». 
    Entonces les dijo esta parábola. «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido’. Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión.
    »O, ¿qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, convoca a las amigas y vecinas, y dice: ‘Alegraos conmigo, porque he hallado la dracma que había perdido’. Del mismo modo, os digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
    Meditación del día de Hablar con Dios
    31ª semana. Jueves
    AMIGO DE LOS PECADORES
    — Son los enfermos quienes tienen necesidad de médico. Jesús ha venido a curarnos.
    — La oveja perdida. La alegría de Dios ante nuestras diarias conversiones.
    — Jesucristo sale muchas veces a buscarnos.
    I. Leemos en el Evangelio de la Misa1 que publicanos y pecadores se acercaban a Cristo para oírle. Pero los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: este recibe a los pecadores y come con ellos.
    Meditando la vida del Señor podemos ver con claridad cómo toda ella manifiesta su absoluta impecabilidad. Más aún, Él mismo preguntará a quienes le acusan: ¿Quién de vosotros me argüirá de pecado?2, y «durante toda su vida, lucha con el pecado y con todo lo que engendra pecado, comenzando por Satanás, que es padre de la mentira... (cfr. Jn 8, 44)»3.
    Esta batalla de Jesús contra el pecado y contra sus raíces más profundas no le aleja del pecador. Muy al contrario, lo aproxima a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por «pecadores» o lo eran de verdad. Así nos lo muestra el Evangelio en muchos pasajes; hasta tal punto que sus enemigos le dieron el título de amigo de publicanos y de pecadores4. Su vida es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma. Sale a buscar a los que precisan ayuda, como Zaqueo, en cuya casa Él mismo se invitó: Zaqueo, baja pronto -le dice-, porque hoy me hospedaré en tu casa5. El Señor no se aleja, sino que va en busca de los más distanciados. Por eso acepta las invitaciones y aprovecha las circunstancias de la vida social para estar con quienes no parecían tener puestas sus esperanzas en el Reino de Dios. San Marcos nos indica cómo después del llamamiento de Mateo, muchos publicanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y con sus discípulos6. Y Cuando los fariseos murmuran de esta actitud, Jesús responde: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos...7. Aquí, sentado con estos hombres que parecen muy alejados de Dios, se nos muestra Jesús entrañablemente humano. No se aparta de ellos; por el contrario, busca su trato. La manifestación suprema de este amor por quienes se encuentran en una situación más apurada tuvo lugar en el momento de dar su vida por todos en el Calvario. Pero en este largo recorrido hasta la Cruz, su existencia es una manifestación continua de interés por cada uno, que se expresa en estas palabras conmovedoras: El Hijo del hombre no ha venido para ser servido, sino a servir...8. A servir a todos: a quienes tienen buena voluntad y están más preparados para recibir la doctrina del Reino, y a quienes parecen endurecidos para la Palabra divina.
    La meditación de hoy nos debe llevar a aumentar nuestra confianza en Jesús cuanto mayores sean nuestras necesidades; especialmente si en alguna ocasión sentimos con fuerza la propia flaqueza: Cristo también está cercano entonces. De igual forma, pediremos con confianza por aquellos que están alejados del Señor, que no responden a nuestro desvelo por acercarlos a Dios y que aun parece que se distancian más. «¡Oh, qué recia cosa os pido, verdadero Dios mío –exclama Santa Teresa–: que queráis a quien no os quiere, que abráis a quien no os llama, que deis salud a quien gusta de estar enfermo y anda procurando la enfermedad!»9.
    II. Jesucristo andaba constantemente entre las turbas, dejándose asediar por ellas, aun después de caída ya la noche10, y muchas veces ni siquiera le permitían un descanso11. Su vida estuvo totalmente entregada a sus hermanos los hombres12, con un amor tan grande que llegará a dar la vida por todos13. Resucitó para nuestra justificación14; ascendió a los Cielos para prepararnos un lugar15; nos envía su Espíritu para no dejarnos huérfanos16. Cuanto más necesitados nos encontramos, más atenciones tiene con nosotros. Esta misericordia supera cualquier cálculo y medida humana; es «lo propio de Dios, y en ella se manifiesta de forma máxima su omnipotencia»17.
    El Evangelio de la Misa continúa con esta bellísima parábola, en la que se expresan los cuidados de la misericordia divina sobre el pecador: Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la carga sobre los hombros muy contento; y al llegar a casa reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: ¡Felicitadme! he encontrado la oveja que se me había perdido. «La suprema misericordia –comenta San Gregorio Magno– no nos abandona ni aun cuando lo abandonamos»18. Es el Buen Pastor que no da por definitivamente perdida a ninguna de sus ovejas.
    Quiere expresar también aquí el Señor su inmensa alegría, la alegría de Dios, ante la conversión del pecador. Un gozo divino que está por encima de toda lógica humana: Os digo que así también habrá más alegría en el Cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse, como un capitán estima más al soldado que en la guerra, habiendo vuelto después de huir, ataca con más valor al enemigo, que al que nunca huyó pero tampoco mostró valor alguno, comenta San Gregorio Magno; igualmente, el labrador prefiere mucho más la tierra que, después de haber producido espinas, da abundante mies, que la que nunca tuvo espinas pero jamás dio mies abundante19. Es la alegría de Dios cuando recomenzamos en nuestro camino, quizá después de pequeños fracasos en esas metas en las que estamos necesitados de conversión: luchar por superar las asperezas del carácter; optimismo en toda circunstancia, sin dejarnos desalentar, pues somos hijos de Dios; aprovechamiento del tiempo en el estudio, en el trabajo, comenzando y terminando a la hora prevista, dejando a un lado llamadas por teléfono inútiles o menos necesarias; empeño por desarraigar un defecto; generosidad en la mortificación pequeña habitual... Es el esfuerzo diario para evitar «extravíos» que, aunque no gravemente, nos alejan del Señor.
    Siempre que recomenzamos, cada día, nuestro corazón se llena de gozo, y también el del Maestro. Cada vez que dejamos que Él nos encuentre somos la alegría de Dios en el mundo. El Corazón de Jesús «desborda de alegría cuando ha recobrado el alma que se le había escapado. Todos tienen que participar en su dicha: los ángeles y los escogidos del Cielo, y también deben alegrarse los justos de la tierra por el feliz retorno de un solo pecador»20Alegraos conmigo..., nos dice. Existe también una alegría muy particular cuando hemos acercado a un amigo o a un pariente al sacramento del perdón, donde Jesucristo le esperaba con los brazos abiertos.
    Señor -canta un antiguo himno de la Iglesia-, has quedado extenuado, buscándome: //¡Que no sea en vano tan grande fatiga!21.
    III. Y cuando la encuentra, la carga sobre los hombros muy contento...
    Jesucristo sale muchas veces a buscarnos. Él, que puede medir en toda su hondura la maldad y la esencia de la ofensa a Dios, se nos acerca; Él conoce bien la fealdad del pecado y su malicia, y sin embargo «no llega iracundo: el Justo nos ofrece la imagen más conmovedora de la misericordia (...). A la Samaritana, a la mujer con seis maridos, le dice sencillamente a ella y a todos los pecadores: Dame de beber (Jn 3, 4-7). Cristo ve lo que ese alma puede ser, cuánta belleza –la imagen de Dios allí mismo–, qué posibilidades, incluso qué “resto de bondad” en la vida de pecado, como una huella inefable, pero realísima, de lo que Dios quiere de ella»22.
    Jesucristo se acerca al pecador con respeto, con delicadeza. Sus palabras son siempre expresión de su amor por cada alma. Vete y no peques más23, advertirá solamente a la mujer adúltera que iba a ser apedreada. Hijo mío, ten confianza, tus pecados te son perdonados24, dirá al paralítico que, tras incontables esfuerzos, había sido llevado por sus amigos hasta la presencia de Jesús. A punto de morir, hablará así al Buen Ladrón: En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso25. Son palabras de perdón, de alegría y de recompensa. ¡Si supiéramos con qué amor nos espera Cristo en cada Confesión! ¡Si pudiéramos comprender su interés en que volvamos!
    Es tanta la impaciencia del Buen Pastor que no espera a ver si la oveja descarriada vuelve al redil por su cuenta, sino que sale él mismo a buscarla. Una vez hallada, ninguna otra recibirá tantas atenciones como esta que se había perdido, pues tendrá el honor de ir a hombros del pastor. Vuelta al redil y «pasada la sorpresa, es real ese más de calor que trae al rebaño, ese bien ganado descanso del pastor, hasta la calma del perro guardián, que solo alguna vez, en sueños, se sobresalta y certifica, despierto, que la oveja duerme más acurrucada aún, si cabe, entre las otras»26. Los cuidados y atenciones de la misericordia divina sobre el pecador arrepentido son abrumadores.
    Su perdón no consiste solo en perdonar y olvidar para siempre nuestros pecados. Esto sería mucho; con la remisión de las culpas renace además el alma a una vida nueva, o crece y se fortalece la que ya existía. Lo que era muerte se convierte en fuente de vida; lo que fue tierra dura es ahora un vergel de frutos imperecederos.
    Nos muestra el Señor en este pasaje del Evangelio el valor que para Él tiene una sola alma, pues está dispuesto a poner tantos medios para que no se pierda, y su alegría cuando alguno vuelve de nuevo a su amistad y a su cobijo. Y este interés es el que hemos de tener para que los demás no se extravíen y, si están lejos de Dios, para que vuelvan.
    1 Lc 15, 1-10. — 2 Jn 8, 46. — 3 Juan Pablo II, Audiencia general 10-II-1988. — 4 Cfr. Mt 11, 18-19. — 5 Cfr. Lc 19, 1-10. — 6 Cfr. Mc 2, 13-15. — 7 Cfr. Mc 2, 17.— 8 Mc 10, 45. — 9 Santa Teresa, Exclamaciones, n. 8. — 10 Cfr. Mc 3, 20. —11 Cfr. Ibídem. — 12 Cfr. Gal 2, 20. — 13 Cfr. Jn 13, 1. — 14 Cfr. Rom 4, 25. — 15 Cfr. Jn 14, 2. — 16 Cfr. Jn 14, 18 —17 Santo Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 30, a. 4. — 18 San Gregorio Magno, Homilía 36 sobre los Evangelios. — 19 Cfr. ídem, Homilía 34 sobre los Evangelios, 4. — 20 G. Chevrot, El Evangelio al aire libre, pp. 84-85. — 21 Himno Dies irae. — 22 F. Sopeña, La Confesión, pp. 28-29. — 23 Jn 8, 11. — 24 Mt 9, 2. — 25 Lc 24, 43. — 26 F. Sopeña, o. c. p. 36.

    Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
    Hoy, el evangelista de la misericordia de Dios nos expone dos parábolas de Jesús que iluminan la conducta divina hacia los pecadores que regresan al buen camino. Con la imagen tan humana de la alegría, nos revela la bondad de Dios que se complace en el retorno de quien se había alejado del pecado. Es como un volver a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en Lc 15,11-32). El Señor no vino a condenar el mundo, sino a salvarlo (cf. Jn 3,17), y lo hizo acogiendo a los pecadores que con plena confianza «se acercaban a Jesús para oírle» (Lc 15,1), ya que Él les curaba el alma como un médico cura el cuerpo de los enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían por buenos y no sentían necesidad del médico, y es por ellos —dice el evangelista— que Jesús propuso las parábolas que hoy leemos.
    Si nosotros nos sentimos espiritualmente enfermos, Jesús nos atenderá y se alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio, como los orgullosos fariseos pensásemos que no nos es necesario pedir perdón, el Médico divino no podría obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de hacer cada vez que recitamos el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona nuestras ofensas...». ¡Y cuánto hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto agradecimiento también hemos de sentir por el sacramento de la reconciliación que ha puesto a nuestro alcance tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo haga menospreciar. San Agustín nos dice que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio ejemplo de humildad para curarnos del “tumor” de la soberbia, «ya que gran miseria es el hombre soberbio, pero más grande misericordia es Dios humilde».
    Digamos todavía que la lección que Jesús da a los fariseos es ejemplar también para nosotros; no podemos alejar de nosotros a los pecadores. El Señor quiere que nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y hemos de sentir gran gozo cuando podamos llevar una oveja errante al redil o recobrar una moneda perdida.
    Comentario: Rev. D. Francesc NICOLAU i Pous (Barcelona, España)

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