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Colgando de un saludo



por Roberto Merino
Diario Las Últimas Noticias, lunes 10 de septiembre de 2012

Hay un tipo de hechos 
que podríamos llamar 
fenómenos secundarios de la experiencia: 
pequeñas recurrencias de la realidad 
de las que difícilmente dejamos registro 
y que no contarían si tuviéramos 
que escribir un resumen de nuestra vida.

En esta categoría 
entran los encuentros
con aquellos desconocidos
con los que nos cruzamos en la calle
desde hace muchos años
y que por lo mismo
proyectan cierta familiaridad.

Familiaridad 
que no alcanza,
en todo caso,
para justificar un saludo.

Se trata más que nada
de avistamientos,
rostros reconocibles
que se insinúan 
en algún momento
entre un gentío anónimo.

Cuando yo me estaciono
en los cafés de mi barrio,
me tranquiliza comprobar
que a horas regulares
aparece la misma señora
enclenque y añosa;
el mismo hombre extraño
que habla solo, 
de barba cerrada y gorro frigio;
la misma vieja joven
de aspecto escandinavo
a la que se le sindica
-no me cabe duda
que fantasiosamente-
como "ex actriz porno".

Son como las estrellas fijas
de una constelación,
que ayudan a establecer el lugar 
que ocupamos en el mapa.

Enrique Lihn 
suponía que el odio
que algunas personas 
manifestaban hacia él
se explicaba 
por haberlas visto 
durante treinta años 
sin haberlas saludado jamás.

Me he dado cuenta de que,
en el extremo opuesto,
los políticos siempre saludan.

Basta sostenerles la mirada
por una fracción de segundo
más de lo habitual
para que nos dirijan
un par de palabras sonrientes.

Saben por instinto
que el ser humano
es muy susceptible
a los estímulos de la urbanidad,
que no ser saludado
puede constituir para algunos
una ofensa tremenda.

Un ofendido es un voto menos.

Yo recuerdo con mucha simpatía
a Godofredo Iommi
por una causa aparentemente banal:
porque en el invierno de 1980
me saludó con entusiasmo
al cruzarme con él
en una calle de Valparaíso.

Yo tenía dieciocho años
y no me conocía nadie.

Al contrario, 
nunca pude superar 
cierta antipatía 
hacia Jorge Teillier
porque fue muy mal educado 
conmigo un año antes,
en una calle de Santiago,
cuando nos presentaron.

Me dio a entender
con un gesto
que le importaba un bledo
que me gustaran sus poemas.

No había equivalencia alguna:
él era un poeta prestigioso
y yo sólo un postadolescente
que no terminaba de empezar
a asomarse al mundo.

Es curioso que estas experiencias remotas
tengan todavía incidencia en mi apreciación
de otros escritores, a pesar de la racionalización
que puedo imprimirle al asunto.

La seducción, la empatía, precisamente
operan a niveles irracionales.

Nos gusta la gente que nos atiende
y que se interesa por lo que tenemos
que decir y que, en el fondo,
es amable con nosotros
con la ligereza de la gratuidad.

Quitar el saludo 
o aplicar la ley del hielo
es, a mi entender,
una manera muy efectiva
de infligir daño a los otros.

En los aposentos de la vida afectiva
de casi todo el mundo, tal supresión
adquiere el calibre de un estruendo.

Esto es muy notorio
en sociedades cerradas y provincianas,
como en la que nosotros prosperamos.

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