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Sin riesgo, sin libertad y sin progreso


por Enrique Cury U.
Diario El Mercurio, Viernes 20 de Julio de 2012 
http://blogs.elmercurio.com/columnasycartas/2012/07/20/sin-riesgo-sin-libertad-y-sin.asp


Señor Director:
En su columna del sábado recién pasado, Hernán Felipe Errázuriz llamaba la atención sobre la pérdida de libertad ciudadana que implica el incremento progresivo de regulaciones que la coartan, algunas de las cuales tan absurdas como la que prohíbe manejar si se han bebido dos copas de vino.
El martes, sin embargo, los medios de comunicación informaron que en el último feriado largo se habían reducido sustancialmente los accidentes del tráfico, lo cual pareciera demostrar que Errázuriz está equivocado y que, contra lo que él sostiene, esas regulaciones que él denunciaba como intromisiones indebidas en la vida de las personas son eficientes para protegerlas contra los riesgos asociados a la conducción de vehículos motorizados por sujetos que han bebido.
Al ciudadano de a pie estos entredichos contradictorios deben desconcertarlo. Lo más lógico, en todo caso, parece desestimar la opinión del columnista y adherir al aplauso de una legislación que, a pesar de todo, sigue pareciendo ridícula. ¿Quién tiene la razón? La verdad es que, contra todo lo que pueda especularse, Hernán Felipe.
La creencia de que mediante innumerables regulaciones cada vez más atrofiantes de la libertad se llega a vivir en un mundo más y más seguro es cierta. Pero lo que no se dice es que ello se consigue a costa no sólo de las posibilidades de autodeterminación de las personas sino, además, del progreso de la sociedad en su conjunto.
En una comunidad en que todo está prohibido, los bienes y derechos de los ciudadanos permanecen perfectamente incólumes y completamente inútiles, transformados en un museo de artefactos prescindibles que no sirven para nada. La inmovilidad es también el desiderátum de la seguridad, que reina ilimitadamente en los cementerios.
Quizás el ejemplo más sorprendente de una legislación estúpida de esta clase, lo dio en el tercer tercio del siglo XIX una nación que goza merecida fama por la capacidad intelectual de su gente. En Alemania, en efecto, algunos personajes esclarecidos descubrieron que según estudios actuariales acreditados los ferrocarriles eran unos monstruos de acero que se desplazaban a velocidades superiores a los 40 kilómetros por hora, de suerte que necesariamente ocasionarían por lo menos tres accidentes fatales por semana.
El parlamento alemán aprobó entonces una ley que prohibía la instalación en ese país de empresas de ferrocarril. Obviamente, durante los dos años en que estuvo vigente esa normativa estúpida no hubo que lamentar en Alemania ningún accidente ferroviario; pero el precio que pagó el país en desarrollo económico, cultural y social fue gigantesco, y tardó mucho tiempo en recuperarse del dislate.
La sociedad es una organización viva y, por lo mismo, su desarrollo implica enfrentarse a riesgos, los cuales son el precio de una actividad rica en la conquista de nuevas posibilidades de realización personal y comunitaria. Por eso, una protección inmoderada de las personas y las cosas puede parecer atractiva, pero inevitablemente se paga al precio no sólo de la libertad, sino de la cultura y el progreso del conglomerado.
Obviamente, existen creaciones de peligro que no se deben permitir porque sobrepasan los límites del riesgo que la sociedad puede asumir. Esto exige mantener un equilibrio inestable que supone una enorme prudencia legislativa. Lograr la supresión o disminución de algunos hechos desafortunados no es, en todo caso, un indicio seguro de estar actuando en forma feliz, porque el costo de esos logros puede ser desmesurado. Incluso ocurre que, cuando la regulación se dirige en contra de la libertad individual de las personas, provoca paralizaciones y frustra iniciativas que tenderían a una mejor evolución del conjunto.
¡Vale la pena tenerlo en cuenta para no caer en una complacencia contraproducente!

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