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Piano jazz


por Jorge Edwards
Diario La Segunda, Viernes 20 de Julio de 2012



http://blogs.lasegunda.com/redaccion/2012/07/20/piano-jazz.asp
Si uno piensa en hacer otro trabajo después del trabajo, en seguir produciendo papeles, en las tintas y las semanas, como decía el poeta, es imposible. Pero si uno se hace la idea de improvisar un poco en el piano después de la oficina, todo se puede convertir en un recreo, en un descanso, en un antídoto, precisamente, contra las máquinas y los documentos. Un amigo me acaba de explicar, con sutileza, que el estilo digresivo y saltado de mis crónicas tiene relación con el jazz, y eso me deja tranquilo. Escribiendo textos de sesuda información me canso y además, la mayoría de las veces, me aburro. En cambio, improvisando compases musicales descanso y hasta me divierto. ¿Qué mejor se puede pedir a estas alturas de la vida? Descansar componiendo y contemplar en la noche la cúpula dorada de los Inválidos: es una síntesis que no está mal.
Me digo a menudo que la seriedad burocrática nacional, el miedo de salir de los cauces asignados, de comprometerse de alguna manera son verdaderas enfermedades. No todo tiempo pasado fue mejor, pero hubo, en casos determinados, decisiones mejores. Cuando llegó el joven Pablo Neruda, de regreso de Chile y Buenos Aires, después de un paso de siete años por el Extremo Oriente, al Madrid de 1935, investido con un cargo profesional de cónsul, su jefe directo, el Cónsul General, don Tulio Maquieira, después de observarlo durante algunos días, le dijo lo siguiente: Esto de los números no es para usted. Es mejor que usted se dedique a la poesía. Deme su dirección y le mando su cheque todos los meses.
Ya no quedan Tulios Maquieiras en las administraciones. Si quedaran, otros gallos nos cantarían. Paul Valéry, el autor de El cementerio marino , que nosotros probablemente hemos olvidado, pero que en Francia todavía no se olvida del todo, afirmaba que el poeta se refugia en las fallas de la administración. Es necesario, por consiguiente, para que la poesía sobreviva, que la administración falle por algunos lados, que presente algunos resquicios. Don Tulio era probablemente una de esas fallas, y tuvo un ojo envidiable. No le mandaba el cheque mensual a un versificador de pacotilla.
Ahora somos nerviosos, quisquillosos, inseguros. Chile, por ejemplo, aplica medidas de resguardo contra las infecciones y plagas de la agricultura. Se ha convertido en un país agroindustrial interesante, y tiene razones sólidas para defenderse. Pero los nerviosos burócratas suelen ser implacables y cuadrados. Nicanor Parra, el último de los premios Cervantes, hablaba de los "burrócratas". Es la doble erre de las parras y de los burros. Yo recibo en la mañana una carta de una señora francesa de provincia. La señora escribe con gracia y es aficionada a los viajes. Llegó hasta el lejano Pudahuel, el aeropuerto de Santiago de Chile, hace algunos meses, y fue retenida tres horas en la aduana por llevar con ella algunas frutas. El ocio de aquellas horas le permitió observar a un ciudadano español que fue sorprendido con una mandarina en los bolsillos y que fue paseado durante largo rato por diversas ventanillas y antesalas. Le exigían que pagara una multa de doscientos cincuenta dólares. El hombre alegaba que no se había robado la mandarina y que no tenía la menor intención de ponerla en venta. A pesar de eso, los representantes de la autoridad, los burócratas parrianos, no retrocedían en sus posiciones. No había Tulios Maquieiras ni había fallas de la administración aduanera.
La señora escribidora y viajera, que me manda su misiva manuscrita desde la localidad de Puteaux, desde la calle Volta, me cuenta en una posdata que acaba de comprar manzanas provenientes de Chile. "No soy rencorosa", agrega. Menos mal, me digo, y me pregunto por la manera de contrarrestar a las mentes inquisidoras. Un hombre de los tiempos de don Tulio, el Presidente Ramón Barros Luco, le dio una beca a un niño de once años que se llamaba Claudio Arrau y otra a su madre, profesora de piano, para que lo acompañara en un viaje de estudios a Alemania. Claudio Arrau llegó a ser uno de los más grandes pianistas del siglo XX. A mí me gusta el jazz, como ya lo he confesado, pero también me gusta el Carnaval de Robert Schumann y las últimas sonatas de Beethoven, sobre todo cuando Arrau las interpreta. Un burócrata de hoy, algún miembro de nuestras contralorías, de nuestros tribunales de cuentas, de nuestras inspecciones generales, habría dicho que los reglamentos prohíben dar becas a estudiantes menores de 18 años y se habría rasgado las vestiduras. Hay muchos chistes sobre el Presidente Barros Luco en la tradición histórica chilena, pero nadie cuenta que la magnífica formación musical de Claudio Arrau se debió en buena parte a una corazonada antirreglamentaria del viejo Presidente. Barros Luco, ahora, es el nombre de un sándwich de carne con queso derretido. Es una manera de recordarlo, y algo equivalente, también, a una tumba de la política y de la historia, a una pesada lápida.

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