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Los asesinos dentro de nosotros por Fernando Villgas


Publicado en La Tercera, 21 de julio de 2012

Repletos de frustraciones, resentimientos, rencores y cuentas por cobrar, somos indudablemente una especie violenta y de eso el asesino de Lolol no es sino un caso distorsionado.

TIPOS como el asesino de Lolol, quien mataba, decapitaba y sepultaba en su jardín a las casuales víctimas de su delirio -hasta ahora se sabe de dos- son casos muy infrecuentes, pero no del todo raros, de hecho bastante menos excepcionales de lo que parece. Excepcionales son los crímenes y criminales conocidos, pero de entre las muchas personas que cada año desaparecen en Chile y el mundo -en número de muchos miles- ¿cómo saber cuántas de ellas fueron blanco de algún loco que las ultimó allí donde las encontró, quizás al borde de un camino, en una localidad perdida, en un hostal de mala muerte, en un paradero de buses? ¿En cuántos rincones de la inmensidad de la superficie de la tierra, en barrancos, fosas, bosques, lagos o en el desierto no hay, bajo tierra, esperando ser encontradas, víctimas de esa clase? 

Aun sólo contando los expedientes conocidos, los casos descubiertos, juzgados y condenados, el asesino de Lolol tiene, en Chile, varios precursores de más o menos su calibre y estilo. En los albores del siglo XX fue Luis Bribier Lacroix, alias Emilio Dubois o el “Genio del Delito”, a quien se le atribuyen 10 crímenes cometidos con el fin de robar o vengarse de sus víctimas. Dubois terminó su carrera delictiva en 1907, en un paredón, esperando la descarga en actitud impasible, con un humeante puro en la boca. Con los años la crónica roja amontonó más y más casos. Se sumarían Roberto Haebig, el criminal de calle Dardignac, quien mató a dos personas y las hizo desaparecer entre los macizos de flores de su jardín; Jorge Sagredo y Carlos Alberto Topp Collins, los Psicópatas de Viña,  quienes el 29 de enero de 1985, frente a un pelotón de 16 fusileros, pagaron por el asesinato de 10 personas y la violación de cuatro mujeres, fusilamiento del cual nuestro  querido  y  fallecido colega Sergio Marabolí -padre- escribió, en LUN,  la mejor nota que se ha hecho de un episodio de esa clase; José del Carmen Valenzuela, alias El Chacal de Nahueltoro, quien mató a palos a toda su familia, luego en la cárcel se reconvirtió espiritualmente, igual fue fusilado, aun hoy su animita hace milagros y dio pábulo a una lagrimosa película protagonizada por el gran actor Nelson Villagra; Rubén Millatureo Vargas, el Chacal de Queilén o el Asesino de la Leñera, descubierto en 1998 después de asesinar a la tercera de sus víctimas, la secretaria de una empresa naviera. Y hay más: Julio Pérez Silva, el psicópata de Alto Hospicio, Roberto Martínez, alias El Tila o El Sicópata de La Dehesa, Francisco Varela, el Monstruo de Carrascal o Viejo del Saco, Alberto Caldera García, alias El Tucho Caldera. Y podríamos agregar otra media docena…

Casos personales

Para quien ha ejercido por al menos dos décadas el oficio de periodismo y pasó un buen lapso de ese tiempo en la sección “policía”, el fenómeno de la muerte violenta no se parece en nada al ejercicio de voyeurismo y morbo de quien sólo se entera en la prensa de los hechos de sangre. El lector de la página policial palpa un raudal de tinta contando una historia; el reportero que hizo la nota vio materia encefálica, ojos desorbitados, entrañas esparcidas, la corrupción de la carne y el silencio helado e irremediable de todo eso. La brutalidad de un fin violento se le presenta, a dicho profesional, con descarada desnudez, aunque cuando esté ya pacificado por la muerte misma, por lo consumado del acto. Un crimen de esta naturaleza ha de ser, en el momento de cometerse, sencillamente indescriptible en su furiosa locura y en su atormentador pánico. De todos modos incluso para quienes sólo han llegado a la escena del crimen, no al crimen mismo, esas imágenes dantescas jamás se borran de la mente. 

Esta columna no es una autobiografía ni una crónica universal de los periodistas de policía y sus noches de pesadilla, pero al menos podemos decir esto: aunque sabiendo que el delito de sangre es estadísticamente, al menos en Chile, ocurrencia improbable, la ferocidad de su presencia, el saber que se ha aniquilado una vida de esa manera, que la muerte ha llegado tan ferozmente, imprime en la mente de quienes alguna vez han cubierto esos casos un sello indeleble, una certeza atroz que esa  consoladora estadística nacional es incapaz de desmentir. Y es esta: el alma humana guarda en sí potenciales de locura y ferocidad mucho más grandes de lo que rutinariamente imaginamos y además están mucho más cerca de la superficie de la cotidianidad de lo que sospechamos. De dicho potencial esos crímenes son la muestra exagerada, pero en ningún caso pertenecen a un universo ajeno a nuestra especie, en ningún caso son una excepción monstruosa a remota distancia de nosotros mismos. Comprendemos o creemos comprender, los que hacen o alguna vez hicimos esa pega, que en el asesino común y corriente y aun en el caso del asesino en serie no hay sino un ejemplo extremo de reservas de violencia propias del ser de todo ser humano, de cualquiera que jamás haya puesto sus pies sobre la tierra. Eso, que todos saben en abstracto, se convierte en el reportero de policía en una evidencia empírica, material, palpable. 

Se dirá que exageramos, pero, ¿acaso ha costado mucho para que en ciertas circunstancias personas comunes y corrientes se convirtieran en torturadores? ¿Es difícil, en las sociedades islámicas, encontrar voluntarios para una lapidación? ¿O para volarle la cabeza, como hemos visto en internet, a una mujer acusada de adulterio? Y después del trauma del “primer muerto”, ¿no se convierten todos los soldados de todos los bandos y de todas las guerras en asesinos en serie, en carniceros en masa? ¿No abundan en todas las naciones los maltratadores de mujeres y niños, los atormentadores de viejos, los matones de colegio y sus secuaces cobardes y brutales al mismo tiempo, los pateadores de animales inermes, los que hieren y matan a estos últimos sin compasión y de hecho como deporte? Y en fin, en la fantasía del ciudadano de la calle, del hombre de a pie, ¿qué es lo que más abunda en ella, aparte de sus reiterados sueños eróticos, sino imágenes de destrucción? Ese hombre o mujer que parece tan anodino en su apariencia, ese que dentro de su auto está atascado en un taco o haciendo una cola o esperando turno en una sala de espera o sometido a cualquier situación donde su meta, sus deseos o su necesidad es demorada o entorpecida, no es muy improbable que tenga su imaginación repleta de escenas de destrucción en las que el automovilista delante suyo o el tipo de la cola que se demora en la caja es quemado vivo, colgado de un poste, baleado en la nuca, descuartizado por caballos salvajes. 

Rencores

Se dirá una vez más que exageramos. ¿Lo hacemos? ¿De dónde creen ustedes que emergen los combustibles rabiosos que alimentan perpetuamente las más diversas formas de agresión y conflicto, casi todas casi siempre banales, gratuitas, innecesarias? ¿Qué alimenta la conducta de las barras bravas por algo tan sin importancia como un partido de fútbol? ¿Qué empuja a las bandas de adolescentes que se abren la cabeza de un fierrazo o la barriga con una navaja a propósito de estúpidas peleas por “territorios”? Qué hace que la menor diferencia de ideas o intereses lleve inmediatamente a incluso personas civilizadas a elevar la voz, hacer rechinar los dientes, apretar los puños y preparar la totalidad del cuerpo para la batalla a mordiscos, a palos, como sea? ¿Creen ustedes que es de las situaciones en sí mismas que emerge la pólvora que se inflama en esos estallidos? 

El asesino de Lolol no era tan distinto a nosotros, salvo por quizás una secuencia de tres o cuatro circunstancias encadenadas de su vida haciendo que su furor, no muy distinto en su esencia al de nosotros, se expresara de esa forma y no de otra, no en una mera fantasía o en una pateadura del perro pasando cerca suyo, sino en asesinatos y decapitaciones. Repletos de frustraciones, resentimientos, rencores y  cuentas por cobrar, somos indudablemente una especie violenta y de eso el asesino de Lolol no es sino un caso distorsionado, una caricatura que pese a todo mantiene un pavoroso parecido a nuestro rostro normal.

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