WELCOME TO YOUR BLOG...!!!.YOU ARE N°

La puerta giratoria


La autora de esta crónica ha vivido en Roma, París, Valparaíso y Nueva York, pero también en Vitacura y en el Parque Forestal. Entre tantas mudanzas ha mantenido una interrumpida e intensa relación de amor y odio con Santiago. Aquí explica por qué. Por María José Viera-Gallo.

Periodista y escritora, autora de las novelas Verano robado y Memory motel.
Mi relación con Santiago empieza cuando dejo la ciudad por primera vez en febrero del 74. Tengo dos años y medio; sin planearlo –ni mucho menos adivinarlo–, mi cuna natal se convierte en la principal localidad fantasma de mi infancia. Me despido de la cordillera en un vuelo Alitalia atestado de familias que inician su exilio en Europa y me convierto, en contra de mi voluntad, en una no-santiaguina, saliendo y entrando por la cuenca metropolitana como por una puerta giratoria en diversas ocasiones a lo largo de mi vida: el 97 a Francia, el 2001 a Nueva York, el 2010 a Valparaíso.

Todas las capitales del mundo tienen sus símbolo, pero durante mi niñez en Italia jamás veo fotos de la Torre Entel, La Moneda o la Virgen del San Cristóbal. Apenas un telar de un cerro de Valparaíso colgado arriba del teléfono. Mis breves viajes a Chile, el primero de ellos a los 11 años, se me aparecen difuminados en postales bipolares donde únicamente aparecen dos barrios: el Barrio Alto y el Barrio Bajo.

Ya instalada en Santiago a inicios del 84, me adapto a un concepto de ciudad para mí hasta entonces desconocido: el de una capital nueva (o no milenaria como la vieja Roma), gris, más bien triste, en ese entonces militarizada, estéticamente incongruente, socialmente segregada, y muy a su pesar, latinoamericana. Conozco por primera vez lo que es vivir en una avenida sin adoquines, recta, oscura y con nombre de colonizador, Américo Vespucio. Juego con mis primos en la casona de mi abuela materna ubicada en el histórico y afrancesado barrio El Golf, donde en lugar de yuppis caminando con capuccinos Juan Valdez en la mano, abundan ancianas bebiendo Nescafé en peluquerías de barrio. Salgo a comprar calugas de leche a Providencia con mi abuelo paterno, quien vive en una casa de dos pisos ubicada en la calle Luz con Presidente Riesco, hoy demolida sin piedad por la mole de Sanhattan. Juntos recorremos algunas galerías cercanas a Tobalaba, un concepto de shopping para mi inédito, poblado de tiendas atemporales, de pelucas, colonias inglesas, relojes, marcos de anteojos, que me alucinan y descolocan. Cuando me aventuro en el centro, descubro esa cara popular (y por lo tanto, más orgánica y real) de la ciudad que años después, hastiada de ese límite mental llamado Plaza Italia, me lleva a mudarme entre el Forestal y el Barrio Mapocho.

Paso mi adolescencia en Vitacura. Vitacura el barrio verde, seguro, tranquilo, inmune a todos los males, con amables almacenes, playground y niños en bicicletas; no la comuna sobrevendida y wannabe que hoy día tiene su epicentro esnob en Alonso de Córdoba. En esos años, la única “terraza” donde una chica de cuarto medio puede ir es el frontis de la botillería Cordillera, donde escolares sin uniformes ni celulares se reúnen a conversar de lo aburrido que es Vitacura. Nueva Costanera y sus restaurantes peruanos ultra chic no existen. Lo más gourmet que logras comer en los alrededores es un churrasco en la terraza del aún sobreviviente Centro Lo Castillo, en cuyo subterráneo además funciona, casi por error geográfico o milagro, unas de las pocas salas de cine arte de la postdictadura.
A mediados de los 90 abandono el oasis/bostezo Vitacura y me voy a la pre-trendy calle Esmeralda, primero a la Plaza del Corregidor borderline con una zona roja de prostitutas y luego a la de los Bomberos, al frente del Museo de Arte Contemporáneo. Los arriendos son baratos. La colonización de gente joven aún no tiene etiqueta oficial. José Miguel de La Barra no piensa en sacar mesas a la calle. El ex Instituto Francés en Lastarria (próximo a convertirse en un nuevo Liguria) es la única ventana al mundo por la cual me asomo en las tardes. Mientras en París o en Buenos Aires el valor del metro cuadrado se mide en su cercanía con algún monumento histórico, o por la equis distancia de restaurantes o cines, en la capital chilena el éxodo funciona al revés: a más cercanía de la cordillera, mayor la gloria. Entonces surgen las dudas. ¿Por qué los santiaguinos huyen del corazón de su ciudad y prefieren instalarse en las arterias de barrios clones de suburbios norteamericanos, sólo iluminados por linternas de guardias? ¿A qué se debe esa añoranza latifundista por el jardín propio, la avenida limpia y desierta, en pleno apogeo de la globalización urbana?

A pesar de arrastrar un karma de histórica no-santiaguina, distingo perfectamente lo verdadero de lo falso, lo real de lo ficticio, la actitud de la pose que conviven casi esquizofrénicamente en Santiago. Me aturden la palmera trasplantada y el mall con sus patios de comidas animados por orquestas musicales; me normaliza todo lo demás, desde el olor a queso derretido de la Plaza de Armas a las vacas que aún se encuentran en sitios de Peñalolén.

Una ciudad alcanza dimensiones reales si se la recorre a pie, si chocas con otros peatones, si abres por casualidad la puerta de un local donde no tenías predispuesto entrar. Y por muchos años yo camino. Recorriendo el viejo Santiago, descubro zapaterías de fabricación chilena en la calle Puente, picadas de ropa americana en Banderas, librerías de segunda mano en Monjitas o Merced, que siempre confundo; bares de mala muerte en plena Alameda como el 777, compras navideñas de última hora en el Mall Chino de San Diego.
Una ciudad también se construye en la memoria. Recuerdo una tarde de café (¿o whisky?) con Alberto Fuguet en el hotel City; unas prietas que compartí en el Hoyo de Estación Central con el pintor y amigo Carlos Bogni, quien también ha vuelto de Nueva York; un paseo con mi papá y mi hijo por el museo de Ferrocarriles de la Quinta Normal; una tarde de verano en ese oasis zen que es el Jardín Japonés del cerro San Cristóbal.

Aprendo a no encariñarme con nada. Santiago es un monstruo atrapado en un cuerpo adolescente. Siempre mutante, siempre exigiéndose crecer y superarse a sí mismo, lo que ayer se encontraba en una esquina es probable que al día siguiente ya no esté. Quizás es esta amenaza de eterna demolición lo que me hace parar el auto cada vez que paso frente a la bella, fantasmal y muy bizantina basílica de los Sacramentinos en la esquina de Santa Isabel con Arturo Prat, clon superior a su original, la Iglesia Sacré Coeur de París.

Santiago crece cada día más pero no madura. Se abandona a su propia agresividad hormonal y exceso de todo–de esmog, autos, cadenas de farmacias, hipermercados, multitiendas, estacionamientos subterráneos y más autos –y por un momento me sorprendo a mí misma y a mis amigos hablando de infierno. Incluso mi madre, férrea defensora de la imperfección estética y anímica de todas las metrópolis latinoamericanas, menciona la palabra pesadilla cuando sale del Jumbo o está atrapada en la Costanera Norte.

¿Es normal vivir en un lugar que se odia? ¿Se puede aprender a amar algo que se critica, reta y al final del día, se perdona?

Quizás porque he pasado más tiempo de la cuenta en capitales con grandes ríos (Tevere, Sena, East River), ciudades estresantes pero con aire limpio, hay dos cosas que nunca le perdonaré a Santiago: su horrible, deprimente y cancerígena capa de esmog y ese torrente café llamado Mapocho que la ensucia.

Sospecho que vivir en Santiago siempre implicará querer escapar de Santiago. Es parte del trato secreto de cualquier relación de amor y odio. Entrar y salir. Dejar al otro libre. Partir cuando todo se satura y volver re-oxigenado. Jamás olvidar que hay un mundo más allá de Pajaritos.

Convertirte en adulto en una ciudad que no lo es te obliga de alguna manera a inventar tu propio paisaje mental. Siempre he pensado que Santiago es infinitamente mejor de noche que de día. Manejando a solas y a oscuras, sin autos, sin sol, sin gente, todo se embellece una enormidad. Quizás mi paso por Nueva York me dejó una especial sensibilidad hacia las luces nocturnas. No sé. Pero acelerar por una calle desierta escuchando música es lo más cercano a sentirse dueño de un lugar. Si este viaje además te lleva hacia un cerro, el sonido de los grillos hablará por ti. La ciudad horizontal, plana, repartida por el valle como una mancha de luciérnagas, aparece en su mejor forma, desde arriba y en penumbras.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

COMENTE SIN RESTRICCIONES PERO ATÉNGASE A SUS CONSECUENCIAS