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La política como testimonio por Jorge Correa Sutil


Diario El Mercurio, Sábado 21 de Julio de 2012



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Se ha puesto en boga diagnosticar una crisis de la izquierda, particularmente del Partido Socialista por haber practicado una política pragmática de acuerdos en vez de una testimonial de su ideario. Carlos Peña, en su columna del domingo pasado, diagnostica el problema de ese sector como ideológico, causado, entre otros motivos, por haber aceptado que el rasero de la política fuera mediado por el de la técnica y permitir que las políticas públicas se transformaran en el secreto de todo éxito. A su juicio, ahora que se grita en las calles lo que la izquierda consideró antes insensato, ésta se ve obligada a reelaborar su propia identidad.
Con más crudeza lo pone Marco Enríquez-Ominami en el mismo cuerpo D del Mercurio del domingo pasado, quien acusa y critica que en el Partido Socialista ahora importa mucho más la ética de la responsabilidad que la de la convicción, lo que aprecia como un serio defecto.
La ética de la responsabilidad juzga al político por los resultados de su actividad, mientras que la de la de la convicción lo juzga por las posturas que asume, por su testimonio, al margen de los resultados que produzca su quehacer.
Así, el debate de las causas de la derrota de la Concertación ya no se centra tanto en medir lo que lograron sus gobiernos, como en su método de hacer política y particularmente por su forma de apelar a los ciudadanos. Algo similar experimenta la derecha cuando desde sus filas se le acusa de estar gobernando al margen de sus principios. El debate da cuenta de una disyuntiva crucial, no sólo del Partido Socialista, sino de toda la política: Despojada de la popularidad y de la legitimidad de otrora tuviera, ésta actividad se ve desafiada de sintonizar de nuevo con las angustias que aquejan y con los sueños que motivan a la población que aspira a representar. En ese sentido, ninguno de los partidos opositores puede volver a ser lo de antes, pues deben, por lealtad a sí mismos y aunque ganen la próxima elección, alterar el orden binominal y elitista en el que gobernaron, pues en él no tuvieron suficiente espacio los que antes estaban indiferentes y ahora reclaman participar.
En el afán de recuperar el prestigio perdido, se transita, sin embargo, por otro riesgo: el de dejar de hacer política. En medio de la impopularidad que les aqueja, los partidos sufren la tentación de renunciar a sí mismos para intentar asimilarse a los dirigentes sociales que los han reemplazado en la estima ciudadana y en la definición de los temas que importan.
Es ciertamente grave y desafiante para los partidos que los movimientos sociales los hayan abandonado; lo que está por verse es si, en su necesario afán por re conectarse, los partidos también se abandonarán a sí mismos, si renunciarán a hacer política y cruzarán a la vereda del frente, en la que los movimientos sociales hoy reúnen más gente; si renunciarán a intentar que confluyan en un todo mayor los intereses particulares en pugna; si dejarán de diseñar primero y de pedir adhesión después a determinadas y precisas políticas, como las que mejor conducen, generalmente por largos y fatigosos caminos, a los resultados que responsable y realistamente satisfacen la demanda ciudadana o si se limitarán a reproducirla y vocearla en sus fines e ideales.
Si los partidos se transforman en un actor más que testimonia los males de la sociedad o las utopías ensoñadoras, entonces el sistema perderá a los únicos actores que tienen interés propio en ser espacios de confluencia, a las únicas organizaciones que buscan conformarse por mayorías diversas.
Renunciar a la ética de la responsabilidad y pasar a la del testimonio es renunciar a hacer política para caer en una retórica maniquea de absolutos, una que conduce a la crispación y a la intransigencia. Ya hubo suficiente de ella en el origen de lo más oscuro de nuestro pasado. En países lejanos y cercanos vemos los precios que se pagan cuando los resultados dejan de ser el rasero de la política.

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