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Hay vida después de La Haya



Jul. 21 , 2012

Publicado en La Tercera, 21 de julio de 2012

Chile llega a la Corte Internacional convencido de tener el derecho y la razón de su parte. Además, llega tranquilo: aquí no existen presiones nacionalistas extremas ni compulsiones reparadoras. Lo único incómodo es saber que el resultado es incierto. 


LA POLITICA exterior es uno de esos terrenos donde los chilenos desde siempre nos hemos creído infalibles. Nos sentimos a su respecto tan seguros y orgullosos como de nuestras mujeres y nuestros vinos. Nunca lo hicimos mal, nunca nos apartamos de la buena doctrina; las veces que hemos tenido adversidades y no nos reconocieron nuestros derechos fue por incomprensión, deslealtad o mala fe. 

Estamos enfrentando La Haya con esa misma seguridad. Sentimos que el derecho y la razón están de nuestro lado. Sentimos que la Cancillería peruana armó aquí un conflicto enteramente artificial. Nos cuesta incluso tener que reconocer que si el Perú quiso tomar el riesgo de un juicio es porque cree que el derecho y la razón también están de parte suya. Nadie lleva a un tribunal una materia sin tener razonables expectativas de ganar. Aunque también puede ser un buen negocio litigar si algo -algún grano de arena, alguna gota de agua- se puede llegar a obtener. A estas alturas, no tiene mucho sentido clarificar la intención de Torre Tagle al optar por La Haya. El asunto ya está radicado allá. Y como se trata de un tribunal independiente, que fallará con arreglo a derecho, pero según criterios que no conocemos, es ya un desagrado asumir que el resultado es incierto. Podemos ganar y podemos perder. Y podemos ganar en uno o más puntos y perder en otros. Las alternativas son muchas y están muy abiertas.

¿Qué vamos a ganar?

Chile, a través de su diplomacia y de su defensa, está poniendo lo mejor de sí y desplegando todos los antecedentes disponibles para demostrar que el límite continental y marítimo entre los dos países está completamente delimitado y que las pretensiones de Lima no tienen fundamento. Sin embargo, una cosa es lo que creamos nosotros y otra la que dictamine el tribunal. Lo que sí es importante es contar con el compromiso anticipado de los dos gobiernos de acatar el fallo de la corte. Si nos atenemos a lo que han dicho las autoridades peruanas y chilenas, ese imperativo de decencia y buena fe ya está asumido por las dos naciones. Y, siendo así, no es exagerado decir que con esa sentencia los chilenos vamos a ganar, incluso en el caso de que no se nos reconozcan todos los derechos que nos pertenecen o creemos tener. 

¿Qué vamos a ganar? De partida, vamos a clarificar una divergencia que no ha hecho otra cosa que agregar suspicacias y rencores a nuestras relaciones en los últimos años. Vamos a ganar mejores condiciones jurídicas y políticas para una convivencia más fructífera, receptiva y confiada. Vamos a desactivar un problema que, como todas las divergencias de orden limítrofe, puede ser de naturaleza muy explosiva. Vamos a demostrar que entre naciones civilizadas los problemas se resuelven conversando, negociando y, cuando ello no es posible, sometiéndolos a la decisión de las instancias que corresponde.

No es un misterio que el mismo litigio que inflama de ardores patrióticos a muchos grupos y diarios peruanos sea seguido distraídamente y con ciertos grados de sopor  en Chile. La asimetría es enteramente explicable. Fue el Perú el que perdió la Guerra del Pacífico y es su Cancillería la que demandó a Chile ante La Haya. En cualquier caso, la frialdad y distancia con que el tema se trata en nuestro país no son tan malas. Hay razones para pensar que es preferible. Le quita presión y neutraliza el riesgo de los arrebatos nacionalistas en la defensa chilena. Deja a la Cancillería con las manos más libres y  márgenes  más  amplios de acción. Permite -por otro lado- contextualizar mejor el desencuentro: este no es un problema menor, pero tampoco es la guerra mundial. Hay vida después de La Haya. La sentencia de la corte no es ni puede ser un fin. Más bien, debiera ser un comienzo. No de un nuevo amanecer, seguramente, como quisieran los poetas. En este plano, mejor es rechazar de plano la tentación  utópica. Chilenos  y peruanos -como cualquier nación y cualquier persona- somos cautivos de nuestra propia historia. Entre los países limítrofes, por lo demás, aun entre los más pacíficos, las fricciones de la convivencia nunca tendrán fin. Se acabará la historia y todavía quedarán cuentas pendientes. Lo importante es que sean decrecientes. Y que puedan saldarse.

La copa amarga

En lo inmediato, lo que está en juego ante la Corte Internacional de La Haya es un pedazo minúsculo de tierra, la continuidad de unas ciertas líneas fronterizas sobre el Pacífico, la superposición del mar territorial de las dos naciones, un hito que, según los peruanos, está mal colocado y -lo más importante para nosotros- un paralelo fronterizo que ellos no aceptan. 

Pero es obvio que aquí también se juegan otras cosas. Bien lo sabe el Perú, que en esta pasada asume estar poniendo en la balanza una cuestión de honor patrio, y bien lo sabe el gobierno chileno, que no obstante la continuidad de los equipos de la defensa, tendrá que dar explicaciones si las cosas no terminan como debieran. Los chilenos ya tuvimos una experiencia amarga con Laguna del Desierto en tiempos del Presidente Aylwin. Perdimos y quedamos con la sensación de que las cosas -con el perdón de los empolvados de la Cancillería y de los cartógrafos del Ejército, entre otros agentes- no se habían hecho bien. Nos tuvimos que tragar una copa enorme de amargura.

Por supuesto, no queremos repetir la experiencia. Y con razón.

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